Un pueblo perdido en el error puede vivir con dignidad, porque a nadie se le exige que sea verdadero. Pero en lo tocante al sentimiento de la veracidad en la vida pública todo estriba en la clase de temple que se forja en el corazón de un pueblo habituado a ser gobernado por la mentira. Las libertades públicas de que goza, confundidas con la libertad política de la que carece, en lugar de levantarlo sobre el miedo a la verdad, lo aplanan ante ella.

Antonio García-Trevijano, 1996 “Frente a la gran mentira”

Tras las reuniones y pactos secretos e inconfesables entre los partidos, hasta entonces clandestinos, y los herederos directos del poder de Franco, comienza, en silencio, la redacción de un texto fundacional que reforma las anteriores leyes fundamentales de la dictadura. Tras la ratificación por la vía de un plebiscito, se hará llamar y se hará pasar por una Constitución y de ese modo, sin libertad política para los españoles, traidores y oportunistas se aseguran una situación de privilegio, gracias a la cual podrán repartirse el botín del Estado y las empresas públicas, creando listas con empleados y disponiendo de un poder ilimitado y sin control.

Pedro Altares, director de “Cuadernos para el diálogo”

Es Pedro Altares, el 26 de noviembre de 1977, un valiente periodista de la revista “Cuadernos para el diálogo”, quien filtra a la opinión pública un hecho irregular e insólito que la mayoría de diputados no conocen: se está redactando en secreto y en un despacho, un texto al que llaman “Constitución”. Evidentemente, para perpetrar esta estafa, debe evitarse la existencia de unas Cortes Constituyentes y por lo tanto, una reforma “de la ley a la ley” se lleva a cabo en unas Cortes ordinarias del régimen franquista. Un rey, designado por Franco y que acepta una Corona sin honor, contra la voluntad expresa de su legítimo heredero, será quien encabece el texto constitucional en el que se otorgan nuevos derechos a una sociedad civil española acobardada, ignorante e inerme, que, deseosa de terminar con la dictadura, aceptará cualquier cosa sin preguntar.

Del abrazo de Juan Carlos de Borbón y Santiago Carrillo, un monstruo platónico de dos espaldas, nace un Estado de los partidos que, a partir de entonces y afanosamente, tendrá que ser llamado por todos los medios de propaganda “democracia”, y que formará parte de la mentira que se enseñe a todas las siguientes generaciones, formando parte de libros de texto doctrinales en colegios y universidades. Algo que desde ese momento, será también habitual en numerosas frases de las tertulias políticas mediante la expresión “la democracia que nos hemos dado y que tanto trabajo nos costó”.

Las tres páginas que acompañan a este artículo, y que se pueden ver al pie, son la prueba material y visible de esta verdad incómoda, que es el origen y la causa misma de la corrupción y degeneración, que hoy emponzoña la vida pública de toda la sociedad española. Sin representación que permita la libertad política, sin independencia judicial que garantice las libertades civiles y sin separación de los poderes que mantenga la virtud en la vida pública, todo pende del consenso de una oligarquía política que, con la corrupción y la mentira como factores de gobierno, han traído a la nación española hasta la situación insostenible y oprobiosa que hoy podemos contemplar ante nuestros ojos. El fracaso de este régimen pactado entre traidores y los pecados cometidos por ellos, no podrán ser cargados esta vez sobre las espaldas de los gobernados, como se hizo con la sociedad alemana tras la derrota de Hitler; en esta ocasión, y gracias especialmente a la integridad, valor moral y lealtad de un abogado granadino, el fundador de la Junta Democrática, disponemos de los datos, los hechos y la perspectiva necesaria para impedir que, una vez más, una oligarquía de mediocres vuelva a erigirse como poder constitucionario. En las manos de todos nosotros, los españoles, está el dejar de ser cómplices de la ignominia, atendiendo a la conciencia individual de cada uno, y negándonos a participar en el llamado de los partidos a sus urnas de ratificación. Todo el que participa en la farsa de las votaciones o anima a otros a participar en ella, es un traidor a sí mismo, a España y con ello a todos los españoles. Como dijo ya hace más de dos siglos Benjamín Franklin, cuando un sistema concede privilegio a los irresponsables sobre los responsables, ha llegado el momento de apartarse y dejarlo caer.

 

Y ahora corran… corran todos a votar.

 

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