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Un ataque anónimo ha pulverizado Manhattan y enterrado con los muertos el sistema de ideas y creencias que había permitido distinguir hasta ahora entre guerra y paz, o entre terror ocasional y terrorismo continuado. «No ha sido un acto de terror, sino de guerra», dice un atónito Bush. Por sus efectos, desde luego. Pero no hay guerra sin territorio con ejército enemigo al que diezmar. Aunque Estados Unidos responda con actos bélicos punitivos a países protectores o simpatizantes de quienes imaginaron y realizaron por su cuenta y riesgo, el mayor acto de terror que ha deparado la fértil historia de la crueldad, eso no sería la guerra. Aquí, por ejemplo, padecemos un guerra unilateral de ETA, no aceptada como tal por el Estado, que se califica de terrorismo. Pero no hay terrorismo sin una serie de actos de terror reivindicativo. El terror consumado en una sola versión terrorífica no puede ser más que vindicativo.

Si la operación es grandiosa se asimila al magnicidio. Puede desestabilizar momentáneamente el sistema, destruir la confiada seguridad en sí mismo, asustar con la posibilidad de repetición del dolor a la imaginación de la ignorancia, pero carece de la continuidad que, sólo ella, podría amenazarlo. La grandiosidad de lo sucedido lo hacía tan imprevisible antes de suceder como irrepetible una vez acaecido. A un reo no se le puede ejecutar más de una vez. Estados Unidos no ha sido amenazado ni requerido de concesión alguna a la causa árabe, sino el ejemplarmente punido y ejecutado, por designio de Alá, con un castigo capital que, por ser inolvidable, no necesita ser renovado. Los que hablan de guerra mundial, aparte de no saber lo que dicen, aportan el elemento aterrador que el terror necesita para ser terrorismo. A diferencia de Pearl Harbor, el asesinato de Kennedy no se interpretó como un ataque a la libertad ni a la democracia. La demolición de Manhattan ha conmovido los cimientos nacionales de los estadounidenses con mayor intensidad incluso que en aquellos eventos. La humareda de los residuos atosiga la salubridad de las instituciones y niebla la lucidez de las razones. El desconcierto de Bush se manifiesta cuando afirma el imposible de que el ataque horroroso está dirigido contra la libertad política. Estas vanas frases, donde el error se une a la imprudencia, son aquí familiares.

Los directores de un ataque tan inteligente no pueden creer que la libertad, una idea y un hábito, pueda desmoronarse con el dolor, como los soberbios edificios con el impacto físico. Si el señor Bush busca la solidaridad del universo, comete la torpeza de olvidar que la simpatía por una humanidad sangrante, llevada con estrépito, es más universal que la despertada por una libertad despreciada.

Las grandes palabras que acompañan a las grandezas de los pesares no justifica la fantasía de poner en la democracia el objetivo a batir por unos comandos de la muerte. Al integrismo islámico nada le importan las libertades occidentales. No lucha contra ellas fuera de su mundo. Sólo se propone desoccidentalizar la civilización musulmana, salvarla del materialista Occidente. No pretende redimir el mundo sino depurar a la nación árabe.

A la justicia represiva del atroz crimen deben concurrir todos los Estados. A la represalia indiscriminada, ninguno. La magnitud del dolor sólo puede ser superada por la magnitud de la sublimación. Estados Unidos encontraría la grandeza mortal de sus fundadores y la de Lincoln junto a la genuina admiración del mundo, incluso del islámico, si en lugar de venganza y prestigio militar no necesitado de ser acreditado, persiguiera la ejemplaridad de su sentido de la justicia universal. La catarsis que produciría en la conciencia del mundo embellecería a todo el universo moral. Los momentos estelares de la humanidad ocurren en la historia cuando la ética de la acción se confunde con la estética de la emoción.

LA RAZÓN. LUNES 17 DE SEPTIEMBRE DE 2001

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