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Los monarcas se adaptan bastante bien a la naturaleza de las monarquías posteriores a las revoluciones de la libertad en Europa. La más perfecta de las adaptaciones, la más fiel a la circunstancia política que los puso en el trono, la ha protagonizado Juan Carlos I. Conviene recordar todas las restauraciones o instauraciones monárquicas, para tener una perspectiva histórica desde la que juzgar con objetividad la conducta del Rey de España. Pues su silencio sobre el actual estado de la Nación española, produce escándalo en el pequeño sector monárquico, extrañeza en la mayor parte de los españoles, y confort a los partidos incrustados en el Estado.

En realidad, Juan Carlos no puede ser condenado por lo que no puede hacer sin traicionar su juramento a la Constitución. El hecho de que ya lo hiciera como Sucesor, respecto del juramento de fidelidad a los Principios del Movimiento después de Franco, no justifica la esperanza de que sea por dos veces perjuro. Sería cruel, por no decir impío, exigir o esperar un acto de inteligencia o voluntad autónomas en un espíritu educado bajo el dogma de obedecer las órdenes de quien tenga el poder de dárselas.

Obedeció a su padre cuando éste tenía el poder de la sucesión dinástica. Hasta que le exigió que no obedeciera al dictador. Entonces lo traicionó, no por deslealtad familiar, sino porque el poder al que debía de obedecer, para ser Rey, no lo tenía Don Juan, sino Franco. Nadie como yo ha vivido tan de cerca aquel drama íntimo. A la muerte del dictador, el poder para consagrarlo Rey pasó a una sinarquía de traidores al franquismo y a la democracia. Por fidelidad al espíritu de obediencia infantil, donde forjó su falta de personalidad y de carácter, Juan Carlos perjuró, sin renegar de su adhesión a Franco, y juró fidelidad a un nuevo poder, que le ordenaba silencio, con buena vida, en la Constitución de una Monarquía de Partidos.

El Rey de España, salvo renunciar al trono, inimaginable en su engranaje oportunista, no tiene capacidad para actuar contra las órdenes de unos Partidos que no solo hicieron la Constitución a la medida de sus frívolas ambiciones, sino que son los únicos que pueden interpretarla y reformarla. El Rey firmará el Statut y todo lo que le ponga a la firma la sinarquía del poder estatal. Su conducta es incluso más coherente que la del fundador de la actual dinastía británica. Pues Jorge I, sin hablar inglés, tuvo que ponerse en manos de la corrupción de Walpole, mientras que Juan Carlos no ha tenido que sufrir ese trance. Venía de la corrupción del poder franquista y convivió la corrupción felipista. Su conciencia inocente la crea el hecho de que el mundo de la corrupción moral es el único que ha conocido.

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