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Ante el desafío secesionista, el tema del federalismo ha vuelto a salir a la palestra de la mano del PSOE y otros partidos considerados de izquierdas, con la intención de mitigar los inciviles ánimos separatistas. Proyecto que pretende transformar la España de las Comunidades Autónomas en un Estado federal, confiando en que tal transformación satisfaría a las “naciones históricas” y, a la vez, garantizaría la unidad política de España. Este rebrote de las tesis federalistas en el PSOE, partido cuyo ideario ha defendido tradicionalmente el proyecto de la España federal, ahora se erige como un paladín entre posturas enconadas para “desatascar” el problema territorial mediante una suerte de tercera vía con ribetes hegelianos. Sin embargo, cabe preguntarse si tal empresa tiene sentido, pues, no somos pocos los que sostenemos con fuste que el federalismo no es la solución para España o, como dicen los separatistas o acomplejados, con el fin de evitar a toda costa hablar de unidad para “el Estado español”.

Es cierto, como suelen repetir los defensores de la solución federal, que ha sido el Partido Popular quien más ha hecho por “romper” España, y razón no les falta cuando señalan, como punto de inflexión con respecto al auge del independentismo, a la sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional contra aquel Estatut. Todo aquello fue un hecho vergonzoso no solo por la forma en que se impugnó, sino, ante todo, porque fue un caso flagrante de cómo el poder político mete las narices en las instancias judiciales, a causa – a ver si nos enteramos todos de una vez, incluido, Alfonso Guerra, ya que para “matar a Montesquieu” primero ha de “nacer”– de ese texto llamado Constitución Española, que no separa los poderes del Estado y que permite que un partido corrompido hasta el tuétano como el PP, con una estructura interna de partido basada en la corrupción sistémica y sistemática, haya gozado de posiciones de privilegio en las instituciones; precisamente, gracias a la inseparación de poderes que conduce, indefectiblemente, hacia la corrupción.

Pero tampoco conviene olvidar que toda aquella izquierda que proviene de los Pactos de la Moncloa, tiene, también, su porcentaje de responsabilidad; por eso, pese a que el PP haya sido una “fábrica de independentistas,” tal y como repiten muchos, a veces de manera maquinal, no es verdad esa cantinela que pretende hacernos creer que solo existe un factor o una “mono-causalidad” a la hora de comprender la realidad del País Vasco y Cataluña. A menos que uno se contente con el argumento simplista y tranquilizador de que todo lo que está sucediendo en Cataluña se debe al “españolismo centralista” del PP, no se puede entender la confusión reinante en toda la opinión pública, sin caer en la cuenta del papel que juegan los medios de comunicación, sobre todo, después de años de uniformación del criterio público contra la libertad de opinión y de conciencia. En el caso específico de Cataluña, medios de comunicación separatistas que, por cierto, a lo largo de estos años de Estado de las “autonosuyas” – en recuerdo de la divertida y premonitoria película de 1983–, han sido pertrechados, mediante generosas subvenciones públicas, con los impuestos de todos –incluidos, también, el de los catalanes no separatistas–. Siguiendo así la misma lógica del pujolismo cuando se refería a “hacer país”; aunque todo el mundo ya sabe que “hacer país” significaba realmente robar. Caso aparte merecen los intelectuales y filósofos, algunos de ellos eximios en su disciplina, que a lo largo de toda esta mentira han sido capaces de medrar impúdicamente a través del papanatismo académico; incluso dentro de la mismísima Universidad, convertida ahora en un semillero de arribistas malandrines y de paniaguados.

Por tanto, siguiendo esa lógica omni-explicativa basada en que el “españolismo” es el gran problema de todo, no se puede explicar por qué en Cataluña la hegemonía cultural está, en este preciso momento, en manos de medios de comunicación y persuasión separatistas. Fue Bobbio quien, después de analizar las tesis de Gramsci sobre el concepto de hegemonía, se refirió a la hegemonía cultural como el espacio de disputa que se da en la sociedad civil. Asimismo, tampoco es correcto hablar de “hegemonía cultural catalanista”, en la medida en que ni allí ni en el resto de España existe una sociedad civil no gubernamentalizada y espontánea que no haya sido secuestrada o pervertida por los partidos estatales y su propaganda. Y no existe sociedad civil porque los partidos políticos en tanto que son órganos del Estado, son los únicos intermediarios entre la sociedad civil y el Estado. Es lícito preguntarse entonces hasta qué punto la Societat Civil Catalana tiene legitimidad para monopolizar la voz de aquellos catalanes que, supuestamente, participan de manera libre y espontánea en “el procés”, sin el concierto de los partidos estatales de la Generalitat.

Por ello, de la única hegemonía que se puede hablar en esta España de la monarquía de partidos estatales es de la “hegemonía electoral”. Porque la lucha hegemónica dentro del Estado de Partidos, en vez de darse en el seno de la sociedad civil, como creía Gramsci, se da en el Estado. Y consiste, fundamentalmente, en la lucha por el poder del Estado desde el Estado. Y en el caso, catalán, específicamente, se trata de una hegemonía, auspiciada y subvencionada desde el propio “Estado español” (Centeno 2016); hecho paradójico, por no decir irrisorio, ya que se está financiando la sedición con el dinero del contribuyente. Si esta irresponsabilidad del gobierno de Rajoy no rayara lo penal, uno se sentiría tentado a emitir una sonora carcajada.

Huelga recordar el reproche de C. Schmitt al parlamentarismo: “el poder político puede formar la voluntad del pueblo, de la cual debería partir” (Mora 2010, p.27). Por eso, mientras en Cataluña existan fuentes privilegiadas de ideas, no hay ni puede haber razones, solo y exclusivamente puede haber voluntades de poder y propaganda.

Frente a este panorama, los que no estamos de acuerdo ni suscribimos la solución federalista para España, corremos el riesgo de ser acusados de “fachillas” por aquellos que impugnan el “unionismo” en nombre del federalismo o del “consenso”. Por esta razón, todo posicionamiento decididamente anti-nacionalista, corre el riesgo de ser capitalizado por las derechas o el PP; sin embargo, esta penosa situación solo evidencia, a mi juicio, el estado deplorable de las izquierdas acomplejadas, que, durante estos años de autonomismo centrifugador, han asumido y tolerado, con la connivencia de las instituciones y el erario público, la nescencia y la jerigonza separatista, sobre todo, aquellas que para poder gobernar, han tenido que cambalachear y comprometerse con gobiernos nacionalistas.

El federalismo supone, tal y como sugiere su propio nombre: “federar”, palabra que proviene del latín foedarae, cuyo significado es “unir”. Entonces, en el caso concreto de España, me pregunto lo siguiente: ¿qué sentido tiene separar lo que ya está unido para volverlo a unir después? Máxime, si nuestro actual Estado de las autonomías es ya de facto un Estado federal, dado el alto grado de descentralización y el número de competencias, mayor, inclusive, que en otros Estados propiamente federales.

A priori, la alternativa federal surge con el propósito de contener al separatismo; si bien es cierto que muchos de los que ahora pretenden con buena voluntad desempolvar el federalismo, lo hacen, estratégicamente, para encauzar el irracionalismo más abyecto del independentismo; tampoco lo es menos esta intentona que parece, más bien, un recurso retórico o un comodín que se saca de la manga un tahúr para llevar a cabo sus trapazas. ¿A nadie se le cae la cara de vergüenza al sacar súbitamente el tema del federalismo después de años de alianzas irresponsables con ideologías filofascistas y anti-españolas?, ¿qué credibilidad tienen aquellos que ahora pretenden enmendar su error con futiles proclamas?, ¿no es todo este embrollo del lenguaje un intento de quedar bien con todo el mundo producto, quizá, del sempiterno talante ambiguo de la izquierda indefinida?

Mientras que para algunos el federalismo es la solución más razonable; para otros, es un proyecto que supondrá un paso más hacia la secesión, precisamente, por una cuestión bastante obvia, a saber: que es más sencillo pasar de la condición de Estado federado o asociado a la condición de Estado independiente no asociado; que pasar de la condición de Comunidad Autónoma a la de “Estado libre autodeterminado” (Crf. Bueno 1999, p.443-5). Porque el federalismo, pese a que se diga que es la solución más sensata y “dialogante”, es un flatus vocis que constituiría el último caballo de Troya para dinamitar lo poco que queda de una conciencia española (Trevijano 1994).

Me pregunto cómo se puede garantizar la soberanía de la nación política española, en un supuesto y no deseable Estado federal, si la estructura estatal atomista que se propone, implica que todo lo que no sea relativo a su “unidad atómica”, o sea, al “estado” o “región” federada es siempre de segundo orden. Por ello, el sentimiento de pertenencia que pueda tener un ciudadano vasco en un hipotético Estado federal, será siempre superior y anterior a su identidad española. ¿Cómo se puede defender la conciencia nacional destruyendo su unidad política constituyente? (Trevijano 2012).

Cuando los defensores del federalismo hablan de federar, son tan ambiguos que no precisan si se están refiriendo a federación o confederación, pues, como todo el mundo sabe, no son términos intercambiables y expresan realidades muy distintas. No obstante, nosotros, el MCRC, defendemos que ni una cosa ni la otra son aplicables a la nación política española, sobre todo, si lo que se pretende es, precisamente, defender lo poco que queda de una soberanía nacional supeditada a ese monstruo supra-nacional y profundamente anti-democrático que se llama Unión Europea. En primer lugar, la federación solo es posible en el momento preciso en el que se constituye un Estado. Caso paradigmático de estado federal es Estados Unidos y su Segunda Constitución del 1787, acto donde las trece colonias aprueban abandonar su condición de estados independientes al ceder su soberanía a la federación. Pero España tampoco puede ser jamás un estado federal en el sentido de asociación confederada, porque ello implicaría reconocer la preexistencia de estados independientes que han decidido federarse.

El proyecto federalista que pretende transformar el modelo actual de las autonomías en un estado federal no solo supone introducir una moneda falsa en el curso de la opinión pública durante un momento de crisis de Estado, sino que, además, supone un retroceso. El reformismo político, como no quiere oír ni hablar de ningún proceso de libertad constituyente, tal y como ha llegado a expresar el catedrático de Derecho Constitucional, Gregorio Cámara, es incapaz de ir más allá del modelo territorial y constitucional alemán. Si bien es cierto que desde las propias posiciones reformistas se reconocen y se diagnostican las deficiencias de la vigente constitución, no es tampoco menos cierto que el catequismo oficial de la jurisprudencia constitucionalista del régimen partidocrático del 78, sea incapaz pensar en algo nuevo y español que no provenga de Alemania. Hecho paradójicamente idéntico a cuando Rajoy va a Bruselas a que le digan lo que tiene que hacer en política económica y en recorte presupuestario –traduciéndoselo, por supuesto– porque le es inconcebible ya no solo actuar, dado su carácter timorato, sino, ante todo, porque es incapaz de pensar soluciones diferentes.

Cuando desde posiciones rupturistas expresamos nuestra disconformidad con el régimen partidocrático del 78, no empleamos el término “partidocracia” de manera imprecisa o baladí, como hacen los ignaros de Podemos, sino que lo utilizamos de manera precisa y rigurosa, conforme a la mejor jurisprudencia alemana; pues, el que fue presidente del Tribunal Constitucional de Bonn, Gerhard Leibholz, calificó de Partenstaat –“Estado de Partidos”, según expresión de García Pelayo– a nuestros actuales régimenes políticos, configurados tras la II Guerra Mundial en la Europa Occidental.

El Estado de Partidos se caracteriza por la supresión total de la clásica representación política liberal mediante la representación proporcional de listas de partido. La CE de 1978 estatuye en los artículos 6 y 68,3 un régimen partidocrático porque sustituye la antigua representación política liberal-parlamentaria, por la integración de las masas en el Estado a través de los partidos con arreglo a su cota electoral.

El que fuera el primer presidente del Tribunal Constitucional español, Manuel García Pelayo, menciona a Leibholz para referirse a que el Estado de Partidos trae aparejado un conflicto con el Derecho Constitucional porque las bases sobre las que se asienta el parlamentarismo clásico se desdibujan en el marco de este tipo de regímenes (Pelayo 1986). Por esta misma razón, todos los problemas relativos a la legitimidad democrática del régimen del 78 –previstos por esa “inútil” Casandra llamada Maverick Trevijano, que llevaba, hasta hace no mucho, clamando en el desierto denunciando la corrupción inherente a la Constitución de 1978–, son solucionados en la Teoría Pura de la República (2010), a través de un régimen verdaderamente democrático que se fundamenta sobre la base del equilibro entre dos instituciones separadas de origen: la presidencialista y la parlamentaria.

Los que defendemos la República Constitucional, no solo nos oponemos radicalmente a la reforma de la Constitución del 78, sino a todo el régimen falso de la Transición que no fue producto, como sostienen sus corifeos, de un proceso de libertad constituyente, en donde todas las alternativas, incluida también la de la ruptura total y absoluta con el franquismo y la monarquía, estuvieran pública y proporcionalmente promocionadas durante un proceso de libre deliberación. Y no como aquella pregunta sobre la posibilidad constitucional, capciosa y binaria, que se le planteó a un pueblo con tantas ansías de libertad  y prosperidad tras más de 40 años de dictadura. Por eso y mucho más, juzgamos que los actuales partidos de esta monarquía de partidos estatales no pueden brindar al pueblo español la solución de nada, puesto que ellos mismos son parte del problema.

La representación política propia de la República Constitucional que propugnamos,  está basada en la representación por mayoría uninominal. Porque un sistema electoral como el nuestro, con las listas de partido y la financiación de estos por el Estado, demuestra desconfianza de la clase política y de sus promotores hacia el pueblo. Entonces, basta con cambiar el sistema electoral y separar los poderes del Estado. Basta con dar a los ciudadanos el derecho de elegir a sus representantes de distrito y el de nombrar o deponer directamente a sus gobiernos. En definitiva, lo que necesitamos es una nueva constitución que separe verdaderamente los tres poderes, porque la corrupción es inherente a la no separación de los poderes estatales. Todo lo demás es parchear un sistema que chirría y hace aguas por los cuatro costados

Finalmente, las consecuencias que tendría la República Constitucional española para con las autonomías y los nacionalismos periféricos, el Presidencialismo, al separar el poder ejecutivo del gobierno del poder legislativo de la Nación, permitiría transferencia continua de competencias a las autonomías (González 2015). En la medida en que la ley electoral no fuese proporcional y se eligieran a los diputados por distrito, los municipios tendrían garantizada su representación en el Parlamento y, a su vez, también se descentralizaría el Estado. Si todas las regiones que componen España eligiesen directamente al Presidente de la República, entonces existiría un vínculo nacional más poderoso y unitario que la actual España de las “autonosuyas” centrifugadoras.

Deberíamos reflexionar ante el hecho de por qué muy a menudo solemos asombrarnos con el patriotismo estadounidense o francés, especialmente, cuando ha sucedido alguna catástrofe nacional que ha afligido a todo un país. A nosotros, los españoles, pueblo cainita y fraticida, a menudo nos preguntamos con perplejidad por qué todos esos franceses son capaces de cantar la Marsellesa sin avergonzarse. Quizá el Presidencialismo tenga algo que ver en ello.

 

REFERENCIAS

  • BUENO, GUSTAVO. 1999. España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona.

-2008. «La vuelta al revés de Marx», en El Catoblepas, nº 76, junio 2008, p.2. [http://www.nodulo.org/ec/2008/n076p02.htm].

  • CENTENO, ROBERTO, «Rajoy sí paga a traidores» en Diario Español de la República Constitucional (21/3/2016). [http://www.diarioerc.com/2016/03/21/rajoy-si-paga-a-traidores-2/].
  • GARCÍA PELAYO, MANUEL. 1986. El Estado de Partidos, Alianza Editorial, Madrid.
  • GARCÍA-TREVIJANO, ANTONIO. 1994. El discurso de la república. Del hecho nacional a la conciencia de España, Temas de hoy, Madrid.

-2012b.«Federalismo inservible», en Diario Español de la República Constitucional (15/11/2012). [http://www.diarioerc.com/2012/11/15/federalismo-inservible/]

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