Claro

Oscuro

A la palabra federal le sucede como a los comodines de la baraja. Cada jugador parece darle el valor que más conviene a su particular jugada. Pero hay juegos que excluyen toda posibilidad de arbitrariedad en la definición de las piezas y reglas que los constituyen. Uno de ellos, el ajedrez, no permite la discusión porque se juega, con esclava sujeción a ellas, en silencio. Pero otro, el político, no sale de la confusa algarabía porque, cuando falta el reglamento de la democracia, como en España, sólo se juega con palabras y con la palabra. Se comprende así que los términos políticos traten de identificar, con bellos vocablos científicos o de valor universal, meros fenómenos de dominación particular. Cuando se mitiga la lucha de clases, la terminología es el más seguro refugio de la ideología. En la ambigüedad del lenguaje impreciso, en el preconcepto político de los vocablos técnicos y en el prejuicio demagógico que crea la ausencia de democracia, están buena parte de las razones que han hecho decir ese particularismo político de que «el federalismo se ha convertido entre nosotros en el santo y seña de quienes tratan de pensar en la unidad de España con más sentido de futuro».

EL MUNDO (6-12-94) basa esa excluyente inteligencia del patriotismo en la consideración de la opción federal como «la más sensata y adecuada a nuestra realidad, histórica y actual». Sin atender ahora a lo que esto tiene de gratuito, lo que puede poner a la sensatez en el disparadero de tener que enfrentarse a otra artificialidad oligárquica, cuando aún no existe democracia y libertad política de los ciudadanos en la Constitución, es la innecesaria decisión editorial de izar la bandera reaccionaria del federalismo interior, agitándola con la idea anarquista de «un Estado fundamentado en el pacto voluntario entre pueblos libres e iguales». Pero, ¿se es consciente de lo que se está diciendo con esa brutal demagogia? ¿Cuáles y cuántos son los pueblos libres e iguales de España? ¿Acaso el pueblo riojano es libre de pactar voluntariamente su condición unitaria con los demás pueblos españoles? ¿Y por qué no el cartaginense con el murciano? ¿Qué entienden los neofederalistas españoles por pueblos iguales? ¿Iguales en derechos o soberanía? ¿Pero acaso existen derechos o soberanías que no provengan de la existencia previa del Estado? ¿Cómo puede ser fruto de un pacto, el fundamento del Estado, lo que en España sería presupuesto común de las partes pactantes?

Este embrollo lo produce una solemne equivocación. El pacto federal nunca ha sido, ni podrá ser, un pacto voluntario entre pueblos libres e iguales, sino entre Estados independientes o señoríos territoriales en igualdad de soberanías separadas. El federalismo, un movimiento de unión «interestatal», sería en España, quiérase o no, un pacto de separación «intraestatal» de las oligarquías regionales, que propiciaría la confederación de Cataluña y País Vasco con el resto de España, sin más vínculo que el simbólico de la Corona. La respuesta confederal del PNV, con derecho de autodeterminación incluido, debería alargar la visión de la miopía neofederalista. Los pactos de Estado dentro del Estado, cuando no se limitan a reformar el método de la reforma constitucional, único tema que interesa al sujeto del poder constituyente, que es el pueblo español en su conjunto, atentan a la unidad política del Estado. Carl Schmitt, que no tiene mis simpatías intelectuales, pero que es una de las autoridades de la ciencia política que ha formado a la cátedra española en materia constitucional, dijo del federalismo interior que «una pluralidad de sujetos del poder constituyente anularía y destrozaría la unidad política… y colocaría al Estado en una situación por completo anómala. Todas las construcciones jurídicas de esta situación son inservibles».

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