Claro

Oscuro

Los antiguos griegos sostenían que no es posible disimular los vicios cuando se ejerce el poder. Así, Plutarco contaba que así como entre vasos vacíos no se puede distinguir el intacto del deteriorado, pero, que cuando se llenan se descubre el que gotea, del mismo modo, las alma corruptas (rotas), no pudiendo resistir el poder político, dejan escapar sus torpes deseos, sus iras, su codicia, su lascivia, su orgullo y su mal gusto. Pues bien podríamos decir que esta idea, este comportamiento, siempre se cumple casi como una ley social (y psicológica) en regímenes despóticos, casi sin leyes, en donde lo que quiere el gobernante siempre lo puede hacer. Ahora bien, en un sistema político en donde la ley prevalece –“la ley, como reina de todos, mortales e inmortales” (Píndaro)-, y en donde todos los ciudadanos pueden participar de la política, ¿no podría corregirse el alma del gobernante y los defectos “que trae de fábrica”, fiscalizado por sus conciudadanos y la propia ley? ¿No podría la propia democracia modelar gobernantes virtuosos gracias a su propio ejercicio transparente del poder? La política democrática retiró a Temístocles de las orgías y de los festines. La política democrática retiró a Cimón del vino, a Escipión de su desmedida afición a dormir, a Lúculo de los banquetes, a Pericles de su histerismo y ánimo intempestivo, a Alcibíades de su despilfarro y de su intemperancia.

Livio Druso, en contra de la tradición arquitectónica de la “domus”, hizo que las habitaciones de su casa estuviesen a la vista de sus vecinos, a fin de que, visible la casa entera, sus conciudadanos pudieran saber cómo vivía. Es así que la publicidad de la vida privada del político asegura una vida virtuosa, y el hábito la convierte en buena. Las democracias no permiten que el político tenga vida privada; los regímenes de no libertad sí.

La virtud suele ser premiada en la política. El atacar por envidia a un hombre bueno, que, por su virtud, ocupa un lugar preeminente, como Simias atacó a Pericles, Alcmeón a Temístocles, Clodio a Pompeyo, Menesicles a Epaminondas, no conduce a una buena reputación del atacante ni a ninguna ventaja de cualquier otro tipo de la parte ofensora. El calumniador del bueno se hace más infame ante los ojos de la gente.

Los autores clásicos recomendaban al que comenzaba en la política que no elija como guía de su vocación simplemente a un hombre famoso y poderoso en la política, sino también a aquél que lo sea por sus merecimientos y virtud. Al no existir partidos políticos en la Democracia Ateniense ni tampoco en la República Romana –aunque sí corrientes, grupos de amigos o movimientos–, el joven aprendiz político se unía a las personas veteranas; esto es, a políticos ya consagrados, con los que iniciaba su carrera política y el consejo político de los autores clásicos subrayaba más la importancia de la virtud del político iniciador o maestro que su propio poder político e influencia. La amistad de los políticos del Mundo Clásico ha sido sustituida hoy por la ideología de los partidos políticos. El joven político, griego o romano crecía como la hiedra que se enreda en árboles fuertes. Así, Arístides creció bajo la sombra de Clístenes, Foción a la sombra de Cabrias, Lúculo a la sombra de Sila, Catón a la sombra de Máximo, Pámenes a la de Epaminondas, Agesilao a la de Lisandro, o César a la sombra de Mario.

A los políticos buenos y honrados debe acogerse y unirse el joven político que empieza, no para arrebatarles su reputación, como el reyezuelo de Esopo, quien, haciéndose llevar a los hombros de un águila, de repente emprendió su propio vuelo y la adelantó, sino recibiéndola de ellos con buena disposición, agradecimiento vitalicio y sincera amistad, pues no son capaces de gobernar bien aquellos que antes no han aprendido a servir correctamente a sus amigos políticos mayores y promotores, como ya dijese Platón en Las Leyes. Lo que en Europa son hoy los partidos políticos –no aún en los Estados Unidos-, en la República Romana y en la Democracia Ateniense era el político ya consagrado por su virtud y saber, rodeado por jóvenes amigos y aprendices leales. La amistad entre políticos de distintas generaciones es aún en los EEUU más importante que la pertenencia a un partido. La amistad, en contra de lo que se diga, nunca ha sido fuente de prevaricación ni de corrupción, como sí lo es la codicia corporativa de los partidos políticos. Cuando en la Ilíada Diomedes es elegido por la asamblea de guerreros para llevar a cabo una peligrosa misión, éste pide que tenga como lugarteniente a Ulises, su mejor amigo. La razón de la amistad entonces era obvia.

Con la llegada del pensamiento débil en la década de los 80, que ha destruido a Europa, la amistad fue extirpada de la política –véase la obra de Alberoni-, so pretexto de la imparcialidad y la objetividad imposibles de los partidos políticos. Europa persigue y odia a sus amigos, en tanto que adora y protege a sus enemigos. Se trata de una especie de enfermedad colectiva que también tienen algunos roedores árticos que se suicidan tirándose al mar para nadar hacia un sur transcendente de horizonte inasible. Sin embargo, la Historia nos dice, muy por el contrario, que cuando los partidos políticos eran grupos de amigos, no había corrupción -¿qué verdadero amigo se atreve a comprometer el ejercicio honesto del poder de su amigo?-, y que cuando se convierten en grandes corporaciones de socios sólo unidos por ideales asépticos, son un problema legal. Sólo los grupos humanos en el que se vinculan corazones de los socios –son amigos– pueden resistir bastante bien la corrupción política.

El político tiene unos magníficos colaboradores en sus amigos quienes, además, en su compañía, humanizan el poder político que ejerce el amigo, pues la arrogancia, como dice Platón, es compañera de la soledad. Todo político sin amigos es propenso a la soberbia tiránica. Además, el político no conoce todos los temas de la vida política y necesita especializar a sus amigos en los distintos asuntos según las aptitudes de los mismos. Haciendo participar a los amigos como colaboradores en la vida pública, el político puede resguardarse, dosificar su presencia, de suerte que el pueblo no se harte de él. Otra cosa son los familiares del político, que sin duda suelen entrañar peligros. Por ello el político debe mantenerse fuerte ante sus familiares, salvo ante sus padres, que querrán sólo lo mejor para el hijo. Así, Foción no quiso ayudar a su yerno Caricles cuando fue acusado en relación con el asunto de Hárpalo –el tesorero de Alejandro que huyó a Atenas tras haber robado al joven rey macedón-, sino que dijo solamente: “Yo te hice mi yerno sólo para todo lo que es justo”, y se marchó.

Finalmente, no debe ser el político quien produzca tempestades, ni debe abandonar su puesto cuando ellas asalten su país, ni debe agitarlo peligrosamente, sino, cuando se tambalee y corra peligro, ayudarle y emplear un discurso sincero, como un ancla sagrada en los grandes peligros. En todo caso, el papel del político es el de encauzar la esperanza y alejar la violencia.

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