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Oscuro

Los nacionalismos vasco y catalán se comportan ante España como el nacionalismo español ante Europa. Todos quieren sacar ventajas materiales de su participación en un solo mercado económico. Pero ninguno pagar el precio de su integración en una unidad de cultura básica. Los pueblos europeos todavía no están predispuestos a relativizar sus sentimientos nacionales, sus culturas particulares, los fundamentos psicológicos de sus resistencias a ser parte de una comunidad europea del espíritu. Creen que lo suyo es lo mejor, por el hecho de ser suyo. Sienten orgullo de su fracaso. No saben que todo lo nacional en Europa proviene de una desintegración de lo universal, de una deshumanización de los ideales que en tiempos remotos fueron comunes.

Si no es por miedo a un peligro mortal e inmediato de orden exterior, los Estados Unidos de Europa sólo pueden ser generados por la integración de las culturas nacionales en una unidad política que les dé trascendencia ante el mundo y la posibilidad de mejorarlo. Esto no será posible sin transformar de cabo a rabo los sistemas educativos y mediáticos que entretienen el anacronismo y la bajeza de los «espíritus nacionales». No es el egoísmo de los Gobiernos, sino el de unos pueblos acatetados por la derrota, quien dificulta el nacimiento de Europa bajo la unión política de la diversidad cultural. Un pluralismo de tensiones creadoras que no brota de la diversidad de soberanías nacionales.

Han transcurrido 73 años desde que el Gobierno francés (Aristide Briand) propuso a los Gobiernos europeos de la Sociedad de Naciones, la organización de un régimen de unión federal. Y todavía seguimos en el mismo estado de división. Si aquel histórico Memorándum no se hubiera rechazado, el triunfo del nazismo y la guerra mundial se habrían evitado. Ésta no es una gratuita afirmación a toro pasado. A causa de la intervención de la libertad, la historia siempre podría ser distinta de como ha sido. Ninguna filosofía de la historia es, en verdad, histórica ni filosófica.

Tan evidente era antes de la guerra mundial la necesidad de la unión europea, que las resistencias al nazismo, reunidas en Suiza (1944), se comprometieron a superar el dogma de la soberanía nacional en una Unión federal con un solo ejército. A pesar de la UE, la conciencia europea, el sentimiento de la utilidad vital de una Europa políticamente unida, ha retrocedido. Somos menos europeos que nuestros abuelos y tan nacionalistas como nuestros padres.

Todos los unionistas han insistido en la necesidad de preservar la diversidad cultural de los países europeos. Pero ninguno ha definido en qué consiste esta diversidad. Hablando con rigor, entendida la cultura como modo de vivir la vida colectiva o como modo de entender la naturaleza y la sociedad, la diversidad cultural europea no puede ser más heterogénea de la que existe en el ámbito de las culturas nacionales. De otro modo no sería posible la unidad política. Una federación no se concibe sin una idea, una convicción y una emoción de base común, cuyo vigor sea tan fuerte como el que genera la necesidad de defensa ante un peligro común. Y esto, el pensamiento y el sentimiento de Europa, es lo que falta en la UE.

A ese pensamiento y a ese sentimiento unitarios no se puede llegar sin que la inteligencia y el arte europeos disciernan lo que hoy es específico de Europa ante el mundo. No lo que la distinguió en un pasado donde su historia particular era la historia universal, como lo vio el gran historiador suizo Jacob Burckhardt. Europa sólo se hará necesaria si su cultura actual se diferencia, en escala de valores, de la de EEUU. Europa sólo será deseable si las cuerdas del dinero y del nacionalismo dejan de vibrar en el concierto de los Estados, para que pueda oírse al fin la polifonía del espíritu europeo, si aún existe algo que pueda ser llamado así.

La razón. Jueves 25 de septiembre de 2003

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