Claro
Oscuro
En elecciones anteriores se abstuvieron muchos ciudadanos. Una parte de ellos sabía que su voto no podía influir en el resultado esperado. Aquellos abstencionistas «por ineficacia» -no por conciencia política- pueden dejar de serlo ahora. Su voto puede decidir que continúe gobernando el Sr. González, a quien ya conocen por sus obras, o que se inaugure el gobierno del Sr. Aznar, a quien conocen por sus compañeros históricos (Fraga, Martin Villa) y por sus liberales palabras. Sin contar la abstención técnica y la abstención política, que derivan de la imposibilidad física o mental de votar en conciencia con sentido positivo, existe un henchido grupo de indecisos que dudan a quién votar o si deben votar. La duda es un buen camino para llegar al conocimiento y un escarpado sendero para la acción.
No se «debe» ser neutral ante la situación o la competición política porque, quieras o no quieras, no se «puede». De ahí que la participación activa o pasiva en el juego del poder se transforma necesariamente en un problema de conocimiento, en una táctica preconcebida para dar satisfacción al interés preferente que cada cual espere de la política. Sea, hoy, la identificación sentimental con una imagen de partido o un cálculo de utilidad personal o de grupo, mediante el voto. Sea, mañana, un ideal de justicia para la mayoría social en un sistema de veraz convivencia democrática y de respeto a todas las minorías, mediante la abstención crítica. Por tratarse de un problema de conocimiento, la duda de los indecisos está más que justificada. Pero hay diversas clases de duda y no todas ellas merecen la misma consideración. La más noble está provocada no por la ignorancia o la desinformación, sino por la conciencia de la ignorancia. Se puede incurrir en falta de información política por negligente descuido, pero no hay otra ignorancia culpable que la de esos sectores instruidos que hacen del no saber político su profesión. No me refiero a los hipócritas o cínicos que saben lo que esperan obtener cuando votan, y hacen votar a los demás con propaganda de lo falso. Esos no son tan peligrosos -porque se les ve el provecho de sus mentiras- como la legión de profesionales cultos que, con la mejor buena fe, votan, y empujan a votar a confiantes ciudadanos, sin conocer las cuestiones más elementales de la política en general, y de la democracia en particular. Son pobres víctimas de la peor de las ideologías, la que convierte en verdad las simples apariencias, el formalismo. Confunden la realidad política con la legalidad constitucional, y ésta con la democracia. Carecen de opinión propia ante las ideas dominantes. Repiten las consignas del poder o del sistema como si fueran verdades evidentes por sí mismas. Creen en el consenso y no en la regla de la mayoría. Creen que la mayoría absoluta es mala, que la corrupción es una suma de casos personales de abuso de poder y que la tolerancia, y no el respeto, es la virtud del pluralismo social. No saben que el consenso, las mayorías relativas, la corrupción y la tolerancia son, junto con las listas electorales, las condiciones reconstituyentes de las instituciones oligárquicas en vigor.
La sociología anglosajona descubrió, en la década de los setenta, lo que el conocimiento impresionista de todo observador ya sabía. La pirámide social del analfabetismo político es inversa a la del analfabetismo cultural. La educación y la conciencia de clase elevaron en otro tiempo la participación electoral, pero hoy degradan la calidad política de su resultado. En mi primer artículo en EL MUNDO defendí la opinión de que, por estar más cerca de la verdad, el error es preferible a la confusión. Hoy quiero transmitir la idea de que, por ser más propicia al conocimiento de la realidad del poder político, de su forma de reconstituirse y funcionar, la ignorancia consciente de sí misma es preferible a un saber inconsciente que, cuando no procede de la intuición, es sin remedio un falso saber. Como se trata de ignorancia para la acción política, no hay que dar gran importancia a la diferencia entre el no saber actuar de un analfabeto y el de un sabio experto. Tan respetable es la «ingenua ignorancia» del que sabe que no sabe, y no osa meter su mano en una urna de la que desconoce lo que puede salir, como la «docta ignorancia» del que sabe que sabe demasiado, y no vota por una suerte de escepticismo «pirrónico» que paraliza su acción. El mal de estas parálisis políticas no es grave. Saldrán de la duda, y votarán a favor o en contra, cuando una opción política sea tan real y evidente como los asuntos cotidianos y familiares que acostumbran decidir. Y esta opción no está todavía presente en el campo electoral.
EL MUNDO 31/05/1993
Blog de Antonio García-Trevijano