Claro
Oscuro
La convocatoria del presidente Ibarreche a los partidos para tratar de los efectos del miedo en las elecciones municipales vascas es un hecho sin antecedentes y a todas luces extraordinario. Tiene lugar a la vez que la clase parlamentaria se dota de una renta vitalicia por la peligrosidad de su profesión. Los jueces, periodistas y profesores de historia deberían seguir allí esta heroica decisión de la clase política vasca. Pero, aunque sea mayor, mejor definido y más extendido, el temor a la situación no es sentimiento exclusivo de los profesionales de la política en el País Vasco, ni ha sido nunca un impedimento obstativo a la validez de las elecciones celebradas.
La novedad no debe estar pues en el miedo, sino en la naturaleza subalterna o adjetiva de la causa del mismo. La clase política se forma y se mantiene por miedos sustantivos que proceden de la imaginación o de la razón. Su origen se sitúa en los perpetuos representantes que se constituyeron como clase política, después de Robespierre, por miedo a la Revolución. Pero esta convocatoria del Gobierno Vasco obedece a motivos extraños a la imaginación, puesto que no se trata de combatir un miedo imaginario, y también ajenos a la razón, puesto que pretende suprimir el factor de cohesión de la categoría transitoria y subordinada del poder municipal y de la clase permanente y principal del poder parlamentario.
Ciertamente, el miedo anula o restringe la libertad de la voluntad individual en las decisiones colectivas de tipo político. El consentimiento no es libre bajo la amenaza de ETA. Pero no es menos cierto que, sin miedo a motivaciones reales o imaginarias de temor, las elecciones perderían su sentido anestesiador en los momentos de tensión social y su razón de administrar por turnos la inevitable corrupción del Estado de los partidos. En concreto, sin temor a ETA no habría consenso político ni motivos de convergencia del PNV con el PP y el PSOE. Esta convocatoria del miedo, si tuviera éxito, aislaría definitivamente al nacionalismo vasco de las demás fuerzas políticas.
Bastaron las elecciones francesas que eligieron a Pompidou para que se disolviera, como azucarillo en vaso de agua tibia, el incontenible movimiento de protesta del 68 que acabó con el gigante De Gaulle. Serían suficientes unas elecciones en Argentina para que el neoperonismo volviera a ser el sedante de la situación explosiva que hoy define su panorama. En España, tan pronto como se pudo votar sin miedo real a la dictadura, apareció el miedo imaginario a la guerra civil primero y a la vuelta de la dictadura después. Y estos miedos fantásticos no fueron espontáneos.
La clase política emergente supo orquestar, contra el ascenso de la libertad, un estruendoso ruido de sables en las elecciones posconstitucionales, así como la dimisión posterior del presidente elegido para que la Transición no fuera un paréntesis entre dos dictaduras. Luego se dio la mayoría al Partido socialista por miedo a que se consolidara la intentona del 23F. Sin temor al permanente clima de escándalos de corrupción del Gobierno de Felipe González, que puso en serio peligro el sistema financiero, Aznar no habría llegado a la Presidencia del Gobierno. Se vota contra lo que se teme y no a lo que se ama. El miedo a ETA estabiliza el sistema de partidos y hace olvidar que no hay democracia política.
Mucho más que la esperanza, el temor a lo nuevo que promete asomarse y a lo viejo que amenaza con reproducirse siempre ha sido la emoción dominante que conglomera las inclinaciones personales hacia las preferencias políticas colectivas de orden conservador. Lo menos malo es el supremo bien al que aspiran los pueblos. Y, desde luego, el sistema de partidos estatales, aunque sea antidemocrático, es menos malo que el de partido único.
LA RAZÓN. LUNES 18 DE FEBRERO DE 2002