Claro
Oscuro
Mi país está lleno de gente haciendo cola. A la intemperie, con inveterada paciencia, montones de personas esperan en la calle a ser atendidas. Están por todas partes, ante oficinas, colmados, entidades bancarias y tiendas de toda clase, también sitios de beneficencia. Se sitúan ordenadas, incluso algunos establecimientos tienen marcas en el suelo generalmente respetadas. Muchas de ellas son ancianos, que tristes y a menudo desorientados, aguardan, obedientes y embozados, su turno. Las que más me conmueven, aunque me afectan todas, son las de los llamados Centros de salud.
Tradicionalmente la profesión de médico goza de gran prestigio en España. Su actual sumisión al arbitrio estatal, violando su juramento, es de las más censurables. ¿Cómo es posible que desatiendan a sus pacientes o pretendan reconocerlos por teléfono, que les metan miedo, y que los tengan alineados (en el exterior) y alienados como zombies en una película de terror? En una situación tan grave como la actual, es necesario que los más lúcidos, sensatos o valientes se opongan a las arbitrariedades de la corrupta clase política difundidas por la subvencionada clase vocera; que se rebelasen y cumpliesen con su deber no sería un acto heroico sino la natural consecuencia de su ejercicio profesional. Su colaboración con el Régimen es un acto criminal que pesará como piedra de plomo en su conciencia.
Cuando camino por mi barrio y veo todas estas majaderías llega un momento en que dejo de percibir la realidad y empiezo a tener visiones. Entonces, a plena luz del sol, veo españoles tocados con boinas y pañuelos haciendo cola con una cartilla de racionamiento, galeotes encadenados en ringlera con remos invisibles en sus manos descarnadas, reos en fila descendiendo (porque en contra de lo habitual está bajo el nivel del suelo) al patíbulo, miríadas de exiliados que buscan refugio escapando de países en guerra, serpientes humanas ante oficinas de empleo que de tan largas no me alcanza la vista a ver el principio si estoy al final o viceversa.
Aguardar turno cuando la situación lo requiere es signo de buena educación y respeto por los demás. Las otras son genuflexiones simbólicas ante un poder tiránico.
Casi todos llevan la nariz y la boca tapadas. La mascarilla, otrora adminículo quirúrgico, se ha convertido en parte del atuendo de los españoles. Está de moda. ¿Es un complemento que distingue o un accesorio que uniforma? Ya las hay de distintas formas, materiales, colores, desechables o reutilizables, con adornos incorporados, reivindicativas de otras causas, con banderas, o válvulas, corrientes o lujosas, de una o varias capas, diferentes formas de sujeción, homologadas o sin papeles, y personalizadas (¿qué significará esta palabra?).
¿Cuál es su función? Que su uso no tiene nada que ver con la medicina preventiva es evidente, como lo es su barbaridad estética, pues afea los rostros deshumanizándolos y dificultando su identificación. Su uso, salvaje por indiscriminado, perjudica gravemente la salud física y mental de los que la llevan y duele a los que vamos sin ella. Podría elucubrar con que hay un interés criminal en que muchos enfermen y algunos mueran, pero carecería del rigor que requiere el buen pensar, también buscar motivos de negocio, pero no me parece de suficiente importancia; así que reflexionaré con sencillez: ¿quién ha promovido y coacciona su uso? La respuesta a esta pregunta debería orientar a cualquier persona cabal a la comprensión de que su función es simbólica. Tapar la boca significa que está prohibido hablar, o sea, criticar la corrupción de la clase política y la falsedad de los medios de comunicación. Y cuando falte el aire será cada vez más difícil respirar, pensar, gozar, amar, o sea, vivir.
Recuerdo de niño a una maestra, jamás mereció tal nombre, que castigaba a los habladores colocándoles una tira de cinta adhesiva en los labios.