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Primera parte. LA MANÍA VOTADORA, PASIÓN DE CORRUPCIÓN
Consideraciones políticas y morales del sufragio en España

En el sistema democrático el votante posee capacidad electiva. Con su voto participa en la elección del presidente del gobierno y apodera a un diputado para que sea representante de su distrito en la cámara legislativa. En un Estado de partidos, como lo es el Régimen español de la oligarquía monárquica de 1978, el votador ha de limitarse a refrendar con su participación la lista de una facción estatal. Privado de la libertad de elegir, su acción servil no tiene más valor que el de escoger entre los elencos confeccionados por los jefes que ostentarán el poder en el Estado.

Entre las personas que con ese acto renuncian a su ciudadanía, convirtiéndose en súbditos de la estatalizada clase política, se distinguen tres grupos: los aprovechados, los crédulos y los miedosos que declaran optar por un mal menor.

Los primeros buscan favorecerse económicamente obteniendo dinero y prebendas de la corrupción: puestos de gobierno, subvenciones injustas, concesiones fraudulentas, pensiones vitalicias, trabajos en la Administración sin haber ganado una oposición, etcétera. Votan al partido que mediante prevaricaciones y cohechos les conceda ventajas por su colaboración. Son los privilegiados.

Los segundos desconocen la naturaleza del régimen político imperante. Y es por eso por lo que, convencidos de que hay democracia, votan siempre, buscando una representación que resulta imposible con el sistema proporcional. Su voto es un acto de fe, manifiesta adhesión a un sentimiento ideológico. Lo único que conseguirá esta ingenua decisión es integrar la fuerza de los súbditos en el Estado, a menudo contra sus propios intereses. La traición a las promesas electorales es inherente a un régimen de poder basado en el consenso, donde lo natural es que las Cortes palaciegas se pongan de acuerdo para conservar sus regalías, aunque ello conlleve la traición a la confianza tan cándidamente depositada por los que creían estar representados.

Los terceros, que saben que no hay democracia, atribuyen los problemas de España a los gobiernos que consideran contrarios a su ideología. Su voto está motivado por el miedo. Prefieren que sean sus afines quienes se corrompan, con la vana esperanza de que su actividad sea menos perniciosa. Sin la determinación necesaria para luchar por la Libertad, sin tener siquiera la dignidad de no colaborar con los tiranos, grande es la pusilanimidad del vasallo que decide optar por un amo asumiendo la falsedad de su benevolencia.

En resumen, sólo la ignorancia, la cobardía o el ansia de adquirir privilegios pueden animar a un español para que acuda a la llamada de las urnas. Las votaciones españolas son una ordalía contemporánea donde la libertad política es condenada sin remisión.

Para dar credibilidad a esta farsa es necesaria la apariencia de una lucha a muerte por el poder. La realidad es que todos los partidos políticos españoles, ajenos a la sociedad civil como facciones estatales que son, ya están en el poder consensuado y ejercido mediante pactos en el Estado. Como en lo esencial no hay ninguna diferencia entre ellos, la cuota de fama y botín es el único objeto de su discusión.

Para crear la sensación de debate político, sostendrán los gerifaltes mitos y falacias que entretengan al pueblo en estériles discusiones y peleas, mientras ellos se perpetúan en un poder descontrolado. Uno de los engaños más recurrentes es el de las dos Españas, hoy un cuento de traidores que comparten el poder en el Estado. Como si no se hubiesen puesto de acuerdo en la llamada Transición, para impedir con su deslealtad al pueblo español la ruptura con el Antiguo Régimen, consiguen del refrendador la legitimación del sufragio pasivo censitario.

Ausentes en España la representación política y la separación de poderes, es indispensable para el sostenimiento del Régimen, la creación de un rito que, a modo de ceremonia litúrgica, con toda su parafernalia, favorezca la adhesión de los fieles, que jamás reflexionaron acerca de la vil condición de sus falsas creencias. Son parte de este ritual de teatrera representación la llamada jornada de reflexión, la propaganda de candidaturas, las discusiones televisadas, los debates sobre falsos dilemas, las pullas en el Congreso o las manifestaciones callejeras. Y en todo el país, la más grande de todas, la Gran Función del Régimen, la apoteosis: los votadores representando ser electores. Y es significativo que tantos de ellos se avergüencen de su elección al no querer descubrir su votación. Quien en civilizada oposición se abstiene conscientemente, conservando en el acto su dignidad de ciudadano, estará contento, orgulloso de su opción política, no tendrá inconveniente en desvelar sin estridencias su criterio.

La mayor debilidad, la cobardía suprema, es la adhesión o sumisión al poder que destruye la propia patria.

La mayor fortaleza es la del alma noble que renuncia a participar en una ceremonia de bellacos y distingue a los espíritus libres.

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