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Para no enredamos en el confuso debate de las pasiones, que ha retenido la atención del público sobre el aspecto menos interesante del «caso Garzón», y para dar a la conducta del juez su verdadero sentido político, comencemos por situar los hechos en el escenario real donde se han producido. Que no ha sido en el de la sociedad civil, donde surge la fama de los notables, ni en el de la sociedad política, donde se fraguan las aspiraciones al poder, sino en el terreno reservado en exclusiva al juego de las autoridades. En ese estrecho espacio, el Sr. Garzón tomó la decisión personal, en principio respetable, de cambiar su poder judicial «del» Estado por su poder político «en» el Estado. No se trata, pues, de un hombre independiente que se lanza a la aventura política, sino de un funcionario judicial que negocia, con el presidente del Gobierno, su traslado a un ministerio ejecutivo, a cambio de entregarle su fama popular para que la use en la campaña de reelección de su partido.

Pero ha bastado que un juez famoso entre en la esfera del poder político para que se pongan de manifiesto los malestares de civilización que padece España. La diversidad de criterios morales sobre este hecho, en sí mismo elemental, ha revelado una desorganización ética de la sociedad. La naturaleza instintiva de los argumentos empleados ha puesto de relieve la dificultad de la razón y de la cultura democrática para penetrar en la mente prejuiciosa de casi todos los «fabricantes» de opinión en España. Lo más interesante del fenómeno Garzón no está en su aspecto imprevisible, que pertenece a la psicología del juez, sino en lo que su efecto social tenía de previsible, por estar de antemano predeterminado.

Superada la sorpresa inmediata, no hay nada de qué extrañarse. Si la razón personal dimite de su función vital, el instinto moral sucumbe ante el instinto de poder, y el recelo inteligente cede el paso a la boba ingenuidad. Como decía La Boëtie; «antes de dejarse subyugar, a todos los hombres, en cuanto tienen algo de hombres, les ocurre una de estas dos cosas: o son coaccionados o burlados». Esto puede ser importante para los protagonistas del «trato de la fama», pero lo que de verdad nos importa, o debería importarnos, son los efectos morales y políticos del «contrato de poder» concertado entre ellos. Sin necesidad de completar el análisis podemos adelantar ya que desde el punto de vista político, y contra la gratuita opinión del notable escritor Sánchez Ferlosio, el «negocio» concluido entre un funcionario judicial y el jefe del poder ejecutivo no es, en absoluto, respetable. Primero, porque no favorece la apertura del Estado, ni la del Partido Socialista, a la sociedad, como afirman los corifeos del poder. La clase gobernante se aleja aún más de la sociedad civil, si se renueva con funcionarios públicos.

Después, y sobre todo, porque el trasvase de jueces de un compartimento estatal a otro acrecienta la confusión de poderes en el Estado y menoscaba la independencia de la función judicial. La inamovilidad de los jueces fue una conquista de la civilización anterior a la democracia. Gracias a ella, los magistrados de carácter tienen la posibilidad de resistir, sin temor a ser removidos, las presiones y amenazas que pretenden subordinar sus resoluciones a los intereses particulares o secretos del poder.

Pues bien, el «negocio» concebido por el «felipismo» ha encontrado una vía de escape a la inamovilidad de los magistrados resistentes: el «garzonismo». Que no es una doctrina política ni un principio moral, sino una fórmula o, como diría el corrupto Barras, un expediente. El contenido de la fórmula es una promesa. Pero no una promesa cualquiera, sino de tal índole irresistible, para el que la recibe, que el mismísimo demonio bien pudo incluirla en su célebre catálogo de tentaciones en el desierto: «dame tu fama y yo te daré el poder de legislar y ejecutar las opiniones que tú, como juez, no has podido hacer prevalecer contra mí». La subyugación de esta magia del poder sirve igual para remover a jueces ingenuos, como deseo pensar de Garzón, que a sus redomados imitadores. Unos pocos años de firmeza para adquirir popularidad y, en plena juventud, la la cúpula judicial o a un ministerio!

Aparte de su ingenuidad, que si es real le llevará pronto al fracaso político pero le salvará tal vez su conciencia, el juez Garzón ha cometido ya un grave atentado contra el espíritu de la democracia, y ha reforzado la oligarquía política que mantiene el Estado de partidos mediante la corrupción. Esto es suficiente para condenar sin paliativos su conducta política antidemocrática y, en consecuencia, para retirar los votos al partido que ha incluido su nombre en la lista de candidatos.

Artículo aparecido originalmente en EL MUNDO el 08 de mayo de 1993

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