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Puesto que está de moda, hablemos de la «sociedad civil». Pero, en serio. Es decir, sin confundirla con cosas sociales tan parecidas en apariencia, pero tan diferentes en el fondo, como «sociedad», «asociación», «cultura», «colectividad», «comunidad», «opinión pública» o «hegemonía». Porque usar la «sociedad civil» como sinónimo de todos esos vocablos, en un discurso político de introducción de la Banca a causa de honor en la Universidad, es condenarse de antemano al limbo de los sueños incoherentes o al infierno de la confusión ideológica. Antes del siglo XVIII, la sociedad civil designaba a la sociedad política, en contraste con las sociedades doméstica, religiosa o natural. En la Ilustración, la sociedad civil fue la sociedad civilizada, frente a la salvaje y a la bárbara.
Con Hegel comienza a separarse del Estado. Hasta que Marx consuma la escisión, reduciendo el campo de su sentido al que tiene en la etimología de la palabra alemana, que designa con la misma voz a la sociedad civil y a la sociedad burguesa. Pero el comunista Gramsci introdujo una dichosa novedad que es la que parece haber confundido al banquero. La de separar el poder ideológico (hegemonía) del poder económico (mercado) y del poder político (Estado), para llamar sociedad civil a la esfera moral donde se realiza la legitimación de la clase dirigente y la formación de la hegemonía. Innovación de trascendencia para la conquista del poder, a través del control de la hegemonía ideológica en la opinión pública (dominio de los medios de comunicación), que es más profunda y constante que la hegemonía electoral. Se participe o no de la concepción que nos ofrece Gramsci, continuar usando todavía la oposición «Sociedad civil-Estado» (paraíso-infierno) para reformar el sistema político, es un anacronismo en los tiempos del llamado Estado social. Aquella oposición tuvo sentido antes de que el Estado asumiera, bajo la presión de las indigencias postbélicas, la decisiva función económica y social que hoy tiene. Bastan unas simples preguntas ejemplares para desvelar la artificialidad del discurso actual sobre la sociedad civil. ¿En qué esfera, política o civil, están los funcionarios del Estado? ¿Y los sindicatos financiados con fondos públicos? ¿Pertenecen a la sociedad civil los periodistas de la televisión pública y los intelectuales de la universidad estatal?
No hay necesidad de alargar la lista para comprender la fantasía espiritual que se nos propone: acudir a una fantasmal sociedad civil que «revitalice» el mundo político del Estado de partidos, mediante su «presencia» en las instancias estatales. La ubicuidad del espíritu civil, en misa y repicando, daría paso al espiritismo político de todas las fórmulas orgánicas. Se podría pensar que estos ejemplos sólo demuestran que la esfera de autonomía de la sociedad civil se ha estrechado a causa de una tendencia estatalizadora, inherente al Estado de partidos, que debe ser frenada y contrapesada mediante la «vertebración» de los restos de la sociedad civil que todavía continúan siendo autónomos. Pero se podría hacer también otra lista interminable de las instituciones civiles que prefieren perder su autonomía y convertirse en elementos estatales. El reciente caso de Antena 3 y «La Clave» es ilustrativo de esa tendencia de lo civil a colaborar con el poder político para recortar la libertad de expresión. Pero tomemos como ejemplo definitivo el caso de la Banca.
Se nos covoca a vertebrar una sociedad civil que está mucho más vertebrada por el capitalismo que la sociedad política por el Estado de partidos. El convocante (Mario Conde) está legitimado para hacerlo como miembro de la clase dirigente. Pero no lo está como banquero. En los tiempos de Ibsen, «las fuerzas vivas de la sociedad» eran los banqueros, los industriales y los comerciantes, junto con los profesionales liberales. Pero ahora, los banqueros son «las fuerzas vivas del Estado». No pertenecen ya a la sociedad civil porque su tarea principal, emitir dinero bajo forma de créditos bancarios, es una función estatal que la Banca privada ejecuta bajo intrucciones, vigilancia y control del Banco de España. El discurso político de un banquero no puede ir, en los tiempos actuales, más allá de una súplica al Estado de partidos. En este caso, para que «dé cobijo» a las representaciones sociales, económicas y culturales, a fin de que no se vuelvan «endogámicas» y sean colaboracionistas del régimen político. El poeta había ya percibido el riesgo con antelación: «lo que siempre ha hecho del Estado un infierno en la tierra ha sido, precisamente, el intento del hombre de convertirlo en su cielo» (Hölderlin).
PUBLICADO ORIGINALMENTE EN 1993