Claro
Oscuro
La situación española está caracterizada por el predominio de lo secreto y de lo privado en el ámbito de lo público. A los secretos tradicionales de la razón de Estado, cuyo desvelamiento provocaría la fulminante deslegitimación de los gobernantes, como en Italia, se añaden hoy los secretos de la razón de partido, que hacen posibles los tratos de ilícito reparto en pactos de poder. En virtud de esta moderna razón del secreto político, sólo cinco o seis personas saben por qué el voto de oposición de más de ocho millones de españoles se ha convertido, de la noche a la mañana, en una auténtica fuerza de estabilidad para el Gobierno. Ante ese repentino y misterioso cambio de actitud de una persona que se desgañitaba anteayer gritando, en la plaza pública, ¡a por ellos, fuera con ellos!, y que todavía ayer no veía otra solución a la gravedad de la crisis que la de convocar nuevas elecciones, es natural que la fantasía de los ciudadanos se dispare con temor al peor de los posibles escenarios, o se desvíe con desprecio hacia la más ridícula de las charlotadas. Y lo peor no es una crisis, mayor de la confesada, que pida el extraordinario remedio de una política de salvación nacional, como la dictadura «comisaria» de la Roma clásica, sin el riesgo de caer en una dictadura «soberana». Si esto fuera lo correcto, se estaría reconociendo que un régimen con libertad de oposición al poder gubernamental sólo es practicable en tiempos de bonanza.
Tampoco es lo peor la torpeza manifiesta de un jefe de gobierno, ocupado en maniobras de distracción con vascos y catalanes, que ha necesitado seis meses para enterarse de cuál es la oposición que podía salvar sus planes. Lo peor es la frívola inconsciencia de un gobierno y de una oposición que anteponen, en secreto, sus expectativas de poder personal a la necesidad social de proponer, en público, medidas eficaces contra la depresión de la economía y de la moral política. Y si no disponen de ninguna, tampoco eso sería tan grave como sus piadosas mentiras a un pueblo mantenido en la ignorancia, mientras se reparten con fría determinación las prebendas del Estado, en una situación social sin horizontes de bienestar para los ciudadanos. Y mucho peor aún, si el cambio de actitud obedece a una llamada de atención extraparlamentaria al peligro real de que la dialéctica de la oposición desestabilice al sistema. Que no está concebido para luchar con lealtad por el poder, sino para consentir con discreción su reparto.
¿Dónde está la soberanía en un régimen que «realmente» no permite oposición al Gobierno y obliga a resolver en secreto los asuntos de poder? Si los jefes de partido tienen que tratarse como «secretarios» del poder, es señal de que el régimen de poder no depende de la opinión pública, ni del carácter público de la representación política. No hay posibilidad de representación sin publicidad. Representar es hacer presente lo ausente. Los pactos secretos no pueden ser representativos de nada que sea público. Ni del elector ausente. Ni de los partidos silentes. El secreteo de los poderosos destroza el principio de publicidad, inherente a la democracia, y viola uno de los derechos fundamentales de la persona. El derecho de los individuos al uso público de su propia razón. Y en especial, el derecho a informar de quienes, por su profesión o vocación, deben razonar en público sobre el sentido de los hechos políticos.
Un pueblo que tolera el «secretismo» de sus dirigentes debe saber, cuando menos, que así no superará la crisis en el sentido conveniente a sus intereses. Porque no vive en una democracia. Y porque tampoco está bajo el dominio de un poder ilustrado que pueda gobernar con luz y taquígrafos. Los secretos del poder fundan el poder, del secreto. Un tipo de poder que, por su condición, subordina el interés público de lo visible a las tramas invisibles de los intereses privados.
EL MUNDO 15/11/1993
Blog de Antonio García-Trevijano