Claro

Oscuro

El poder no juzga la huelga del 27-E por lo que ha sido, una hermosa jornada de abstención laboral, sino por lo que no podía ser, un rechazo unánime de la prepotencia política, como el 14-D, que ahora está enlazada con la del capital financiero y la industria editorial. Pero la protesta cívica ha sido de tal envergadura que en un régimen liberal o democrático habría hecho dimitir al Gobierno. La circunstancia española es única. Para durar sin ideología, necesita de la contradicción visible y la mentira descarada. No hay incoherencia mayor que la de ampararse en la universalidad del 14-D para negar la generalidad del 27-E, que la de legitimar una huelga pasada, ¡para huelga, aquélla!, envileciendo la huelga presente. Y no hay mentira tan denigrante como la retransmitida en directo contra la evidencia de la propia experiencia. Se ha caído ya en la perversión de la propaganda totalitaria. Que al no estar dirigida contra la capacidad humana de razonar, sino contra el instinto animal de percibir, destruye la seguridad que las bases sensoriales del conocimiento prestan al criterio. El espectador de la realidad desconfía de lo que ve por sí mismo, hasta que los medios de comunicación le dicen lo que está viendo. ¡Una normalidad! No una huelga generalizada.

El sentido común se refugió, durante la última generación cultural de la dictadura, en la sociedad familiar y civil. El discurso público no interfería la vida privada. La España oficial y la España real se vivían como una doble vida. Con no meterse en política, acudir a los cenáculos de la clandestinidad o reír los chistes de la situación bastaba para entender el sentido de lo que se veía y se decía en público. Pero la diferencia entre la realidad y su representación mediática está llegando ahora a un grado de perversión que nos hace dudar de la realidad misma. La mitomanía del poder actual, y la de sus medios de comunicación paranormal, nos ha obligado a verificar, como si fuéramos hombres de ciencia, la verdad del entorno físico captado el 27-E por los órganos sensoriales. Cuando se duda de los propios sentidos, lo demás es un lujo intelectual despreciable. Lo que nos importaba saber ese día, por culpa de los medios, no era ya el sentido político o laboral de la huelga, ni su dimensión histórica. Sino, humildemente, si esa inaudita jornada estaba o no ocurriendo. Lo peor era que esa inverosímil situación se producía con libertad de expresión. Una libertad de monopolio que fue utilizada para hacernos desconfiar del imperio de nuestros sentidos, de la base instintiva de la moral y la razón política.

La huelga ha triunfado en la realidad y ha fracasado en la representación mediática de esa realidad. La huelga general, que no podía ser soreliana (revolucionaria o proletaria), ha separado a los españoles con un criterio distinto al tradicional. La clase social no es la que nos ha situado a la izquierda o la derecha del fiel de la balanza de poder. El «estatus» de representación en la pirámide social nos ha colocado arriba o abajo del nivel de realidad estatal. El hiperrealismo está en la gran banca, el gobierno, el noventa y dos por ciento del parlamento y de los medios de comunicación, la Bolsa, los hipermercados, la gran patronal, los subvencionados, la policía y los servicios mínimos. Estos pilares de la representación estatal decidieron que el 27-E pareciera una normalidad cotidiana. Y que el sub-realismo del mundo laboral y ciudadano se convenciera de que había sufrido un espejismo. Tan violenta y descarada ha sido la desfiguración de la jornada por sus narradores públicos, que la poca inteligencia crítica que supervive ha vuelto a los cenáculos. No para valorar la huelga con ideas o análisis, como cabía esperar, sino para saber, por intercambio de experiencias personales, si un día de esplendor alumbraba la esperanza, o si, como pregonaban las voces mediáticas, caían chuzos de punta sobre los ciudadanos.

EL MUNDO. LUNES 31 DE ENERO DE 1994


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