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Oscuro

Los motivos de que las decisiones electorales sean casi siempre ajenas a los intereses reales en juego, no se deben buscar en la ingenuidad de las muchedumbres atrasadas, sino en la ignorancia política de los sectores instruidos y en la mala fe de la clase dirigente. Anteponer el interés particular de la clase política al interés general en el conocimiento público de la verdad, sea por una sinrazón de Estado (GAL) o por una sinrazón electoral (FILESA), prueba hasta qué punto se han hecho carne entre nosotros la ignorancia y la mala fe en las más altas esferas del Estado y la sociedad. El Tribunal Supremo retrasa la investigación de un crimen político de corrupción para que la justicia no interfiera el proceso electoral. Es decir, en nombre de un absurdo prejuicio sobre la imparcialidad judicial, los magistrados deciden demorar el conocimiento público de una verdad que perjudica al PSOE, y nadie denuncia este gravísimo atentado al Estado de Derecho y a la democracia. La ignorancia de los magistrados, el temor reverencial ante las instituciones, la mala fe partidista de casi todas las empresas periodísticas, han conseguido que se considere normal la cínica intromisión, en la liza electoral, de uno de los poderes del Estado a favor de uno de los candidatos. Bajo este dominio de la ignorancia y de la mala fe, sería un milagro de los dioses antidemocráticos (cuyo reino es por descontado de este mundo) que la hegemonía salida de las urnas coincidiera con los intereses reales del mayor número o con la esperanza de dignidad del conjunto de los ciudadanos. Todavía sigue vivo en mi recuerdo la impresionante historia que contaba mi padre, lleno de admiración por las costumbres políticas anglosajonas, cuando apenas atisbaba yo, al comienzo de la Guerra Mundial, la realidad del mundo de los adultos. No he podido saber después, a pesar de mis pesquisas, si fue una historia verdadera o no. Para el caso da lo mismo. Una parte de la flota británica estaba fondeada en Gibraltar. La tripulación del buque insignia se divertía y bebía en los bares del puerto. Una reyerta causa lesiones y daños materiales a varios paisanos. La policía conduce a los alborotadores marineros al navío. Los civiles perjudicados denuncian los hechos a la autoridad judicial. Esta llama a los presuntos culpables. Pero el buque acaba de zarpar en misión de guerra. El juez telegrafía al comandante. Y el barco regresa, entrega los marineros y vuelve a su destino. Esta anécdota siempre acompañó a mis lecturas sobre la independencia judicial en Inglaterra. No hay nada, absolutamente nada, que pueda justificar en un Estado democrático la voluntaria suspensión de un proceso judicial. Lo peor en este caso es la buena fe del magistrado instructor. Estará convencido, con razón, de que su decisión de consultar a la Sala estaba dictada por su escrupulosa conciencia. Pero eso es un asunto moral que sólo a él le concierne. Mientras que todos los demás nos vemos alcanzados por los desagradables efectos de una conciencia equivocada y timorata. La ratificación del dictamen pericial perjudicaría notablemente las expectativas electorales del PSOE. El miedo a merecer, ante la opinión de los poderosos, un juicio desfavorable de parcialidad electoral, le ha llevado a cometer la parcialidad contraria. El beneficio obtenido por el PSOE es incomparable con el daño causado a todo el cuerpo electoral, a la justicia y a la democracia. Para evitar el conocimiento «debido» a los electores sobre la verdad judicial, el Tribunal Supremo ha hecho trizas el Estado de Derecho, como antes lo hizo el Tribunal Constitucional con Rumasa. La Justicia ha destapado su ojo miope para mirar de cerca a quien no quería perjudicar, sin ver a lo lejos, con su ojo recto tapado, el irreparable daño que se causaba a sí misma, como poder del Estado que confiesa su impotencia ante el poder político, del que es, en el Estado de partidos, un mero apéndice.

EL MUNDO 18/06/1993


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