Claro

Oscuro

Todas las grandes crisis políticas en el Estado están precedidas de grave crisis moral en la Sociedad. La de Junio de 1976, la que hundió al Gobierno Arias y elevó a Suárez, tuvo un carácter moral antes que político. Las jóvenes ambiciones no subieron al poder con más o mejores ideas políticas, ni con mayor voluntad de cambio que las ambiciones cesantes, sino con menos escrúpulos morales y menor sentimiento de fidelidad a su inmediato pasado. Arias y Fraga eran hombres de convicciones autoritarias que se plegaron a los vientos de la Reforma, sin troncharse del todo. Mientras que Suárez y Gutiérrez Mellado llegan al poder rotos de personalidad. La crisis de los valores morales en la sociedad los sacudió tan a conciencia que los había dejado sin ella. Justo lo que la situación requería para liquidar el Estado dictatorial. No meros traidores solapados, como Fraga o Areilza, sino puros renegados. Arias había socabado, espiritualmente, los habitáculos institucionales del Régimen. No era suficiente. Para evitar la ruptura democrática, la operación reformista pedía un ingenio destructivo que, al revés de la bomba de neutrones, asolara las cosas institucionales de la dictadura y salvara a los hombres que las usaban. Ante todo al Rey y a sí mismo.

Cuando Suárez asumió el Gobierno, Sociedad y Estado marchaban a sus inciertos destinos por caminos que no se cruzaban. Pese a la resistencia del PSOE a mis iniciativas de acción, la Platajunta lograba movilizar a centenares de miles de manifestantes en toda España, por la libertad. La iniciativa política pasó a manos de la oposición. La embajada de EE UU, concertada con la de Alemania, urgía a emprender la Reforma Parlamentaria que no osó Arias, con exclusión del PCE en las primeras elecciones. Mientras que la Ford y otras multinacionales desfilaban por mi oficina para pedirme garantías, como coordinador de la oposición, de sus inversiones. El gobernador de Las Palmas, acabada la gran manifestación por la libertad, que presidí en representación de la Platajunta, me envía su felicitación. En plena desorientación de la brújula del poder, asistí en casa de Mario Armero a una cena con las fuerzas vivas agrupadas en torno a Suárez. Hablaban con tal euforia de la amnistía que decretaría el Gobierno que, al pedir mi opinión, me atreví a sondear el alcance de sus ánimos reformistas: «Si os referís, como supongo, a la necesidad de una amnistía general para los vencedores, estoy de acuerdo». ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¡Eso es intolerable! Así sentían los que luego serían ministros de la Reforma.

Pero sería injusto negar el ingenio de Suárez. Supo ver a tiempo que los jefes de partido eran tan indigentes de intelecto y tan sobrados de ambición estatal como él. Y ahí encontró el mecanismo de seguridad que salvaría a los servidores de la dictadura. Nada más seguro para estos hombres del Estado que sacar de la sociedad a los hombres de la oposición y meterlos, junto con ellos, en el Estado. Tenía que estatalizarlos con la bomba antineutrones de la ley electoral de listas. La crisis abierta en la primavera, con el fracaso de la entrevista Fraga-Felipe, provocó la unidad de la oposición y mi encarcelamiento. La crisis aguda de junio me sacó de la prisión, y entregó la iniciativa política, durante todo el verano, a la estrategia de ruptura democrática dirigida por la Platajunta. Hasta que la conquista de la hegemonía por la oposición democrática obligó a Suárez a refrendar su proyecto de Reforma Política. Tomando así la iniciativa en diciembre, el éxito de la reforma pactada estaba asegurado. La derrota de la ruptura democrática por el plan Kissinger se debió a la traición del PSOE y del PCE a su historia y a su personalidad política. Una deslealtad fundada en la crisis general de los valores morales.

LA RAZÓN. LUNES 24 DE JULIO DE 2000


Blog de Antonio García-Trevijano

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