Claro
Oscuro
Desde marzo de 1974, me reunía en París casi todas las semanas, por separado, con Rafael Calvo Serer y Santiago Carrillo. Ambos conocían mis compromisos con Don Juan, sobre sus declaraciones a «Le Monde». Habían aprobado los doce puntos esenciales de las mismas y aceptado la estrategia de ir apoyándolos, después de publicados, por cada partido, sindicato y persona prestigiosa de la oposición. A finales de abril comuniqué a Carrillo que estaba gestionando la unidad de la oposición, porque esta difícil tarea se había hecho objetivamente posible con la conformidad de todos los partidos al programa de los doce puntos. Y también porque esa unidad, mantenida en secreto hasta después de las declaraciones de Don Juan, garantizaría el objetivo de la ruptura democrática. Le informé de que, para esquivar la empinada cuesta de los celos y desconfianzas de partido, había comenzado a labrar el campo de la unidad desde la periferia. Y que creía llegado el momento de planteárselo a Joaquín Ruíz Giménez y Gil Robles. Y luego, en el mismo día, a Tierno y Pablo Castellanos.
El líder del PCE, que apoyó mi iniciativa sin reserva alguna, hizo varias observaciones llenas de sagacidad y sentido común. Era más fácil obtener el acuerdo de Gil Robles y del PSOE si ya existía un compromiso de unidad entre todos los demás partidos. A ese fin, le parecía fundamental que, en el germen del organismo unitario, estuviera el PCE junto al PNV, al PSP de Tierno y a personas de la derecha cultural y económica como Rafael Calvo Serer y Joaquín Garrigues. Aunque yo era consciente de la habilidad del PCE para rentabilizar como propias las acciones comunes, coincidente con la de la dictadura para satelizar o difuminar la importancia de sus aliados, no dejé de compartir sus razones. Cuando conocemos a personas que nos llegan precedidas de su fama, no tenemos la misma libertad de juicio sobre ellas que ante un desconocido. Y solemos atribuirles cualidades de naturalidad y sencillez, no porque realmente las tengan o las finjan, sino por comparación a la imagen sobrenatural y compleja que las famas extraordinarias necesitan tener para sostenerse mucho tiempo.
Antes de conocer a Carrillo atribuía su mala fama a la propaganda de la dictadura. Su prestigio, ante mí, provenía de su condición de líder de un partido al que admiraba por su larga resistencia a la dictadura y su realismo político. Cuando lo conocí supe ver enseguida que estaba ante un hombre valiente, práctico, habituado a tomar decisiones, listo, informado, muy simpático y con modales mundanos, sobre todo en presencia de mujeres. Pero también pude advertir, sin que me pareciera en modo alguno un defecto, su falta de preparación intelectual, incluso en el terreno marxista. Más rápido de comprensión que de expresión. Mascaba sus palabras al compás de su pensamiento. Lo cual daba a toda su persona ese aire natural de serenidad, equilibrio y dominio de sí mismo que transmite confianza a los demás sin necesidad de apoyarse en la ruda franqueza o en la hipocresía. De entre los jefes de partido sólo Gil Robles lo superaba en personalidad política y carácter. Más inclinado al sentido del humor que a la ironía o mordacidad, Carrillo tenía la afabilidad propia de esos viejos generales o grandes empresarios que no necesitan mostrarse autoritarios, ni parecer dominantes, porque la historia de sus propias vidas los ha educado para ser obedecidos. Una cualidad social que nunca llegó a tener Gil Robles. Tampoco noté en Santiago Carrillo esos signos de nostalgia o de resentimiento que tan comunes son en el exilio. Lo único que me preocupaba en él era el optimismo de su inteligencia sobre la situación española. Entonces no valoré la importancia que ese fallo intelectual podría tener en el futuro. Acepté el cambio de táctica que me propuso y le presenté ese día a Rafael Calvo Serer.
LA RAZÓN. LUNES 21 DE AGOSTO DE 2000
Blog de Antonio García-Trevijano