Claro

Oscuro

Las sociedades habituadas a la corrupción de sus dirigentes, sin ánimo para cambiar el régimen de poder que la produce, cambian el sentido normal de las palabras que la califican. Normalizan la situación, y tranquilizan sus conciencias, no llamando a las cosas inmorales con sus terribles nombres. Así, llaman honesto, a lo que no es una fechoría descubierta; honroso, a lo que sólo escandaliza al adversario; puro, a lo que recata pudorosamente la impureza; decoroso, a lo que hace habitable lo ruinoso; digno, a lo que está altanero en la indignidad; amistoso, a lo que no apuñala por la espalda; nobleza, a lo que convive sin desdén con la bajeza; respetable, a lo que sólo tiene poder; sano, a lo que está podrido a medias; leal; a lo desleal consigo mismo; serio, a lo que viste de formalidad la insensatez; prudente, a lo que secuestra la verdad y prostituye la justicia; justo, a lo que es producto de un reparto; tranquilo, a lo que no se conmueve ni se indigna con la mentira y el delito de los poderosos; austero, a lo que dilapida con una sola mano; veraz, a lo que dice medias mentiras; discreto, a lo que actúa en la sombra. Para qué seguir.

El lenguaje grisalla la semántica. El blanco y negro de las voces relativas a la moral entran en desuso. Al parecer, su simplicidad maniquea no permitiría describir la necesaria implicación del mal en toda conducta que pretende ser moderna. Y si, por su abolengo, las palabras se resisten a significar el punto medio frente a su contraria, dejan de usarse literalmente. Así han desaparecido del lenguaje común, con pasmosa prontitud, palabras tan inequívocas como caballerosidad, hidalguía, señorío, galantería, palabra de honor, hombría de bien, magnánimo, bien nacido, patria, y tantas otras que, por su precisión moral, los medios de comunicación no osan emplear. El paradigma de este fenómeno tan degradante del lenguaje, y que tiende a suprimir las voces que reclaman ideas de culpa o responsabilidad, tal vez sea la palabra «cómplice». Que ha sido extraída de la esfera penal, donde únicamente tiene sentido, para designar positivamente al partidario de lo que sea, programa de televisión o partido político.

La degradación del lenguaje moral habría sido imposible sin otra degradación paralela de las palabras comunes que designan los valores del mundo intelectual, deportivo y artístico. La listeza se llama inteligencia. La astucia, voluntad. Lo eficaz, adecuado. Lo conveniente, verdad. La frase, discurso. Lo ocurrente, agudo. La inventiva, razón. Lo difícil, complicado. Lo fácil, inspirado. Lo paradójico, lógico. La verborrea, elocuencia. El móvil, causa. El azar, previsión. La fantasía, imaginación. El instinto animal, intuición. La artificialidad, arte. Lo pequeño, particular. Lo feo, interesante. La agilidad, gracia. La brutalidad, fuerza. El plagio, creación. Para qué seguir. El paradigma de esta malhadada subversión del lenguaje culto, que tiende a borrar las ideas de fracaso y falsedad de la clase dirigente, tal vez sea la palabra «argumento». Que ya no significa raciocinio, como en Aquiles, o razonamiento probatorio, como en la filosofía, o resumen de una historia ficticia, como en las películas y las obras literarias. «Argumentos» son los hechos, noticias o elementos justificativos de lo que sea, telediario o partido de fútbol.

Con palabras desatinadas, como con notas musicales desafinadas, no es posible saber el sentido de una sociedad o de una sinfonía. El bastardo lenguaje de la transición suprime la claridad y el entendimiento de las conductas. Porque no entender nada lleva, como en teología, a comprenderlo todo: la necesidad del mal en política y la conveniencia de su impunidad. En la primera versión de la Ifigenia de Goethe, Pílades decía: «Los hombres llaman puro a lo que está mancillado a medias. Son tan complicados que no pueden obrar de manera clara, ni consigo mismo ni con los demás».

LA RAZÓN. LUNES 30 DE AGOSTO DE 1999


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