Claro

Oscuro

Si nos atenemos a las ideas con las que el Estado de Partido único emprendió su transición al Estado de partidos, hemos de reconocer que ninguna otra obra política ha sido tan espiritual. El asunto comenzó con la puesta en escena del «espíritu de 12 de febrero» de Carlos Arias. Y cuando esta entelequia se esfumó, su lugar lo ocupó el más fantástico «espíritu de la reconciliación nacional». Un espíritu emparentado con el de aquella «concordia francesa» que se apoderó de todos los bandos a la caída de la dictadura jacobina, para entronizar la corrupción del Directorio; y con la «concordia española» que precedió a nuestra Restauración canovista, para turnar a los partidos en el reparto del Estado. En París, la Plaza de la Concordia celebra el milagro de aquellos corazones adversarios que, de repente, se encontraron abrazados en la alegría de una licenciosa sentimentalidad. Madrid no ha cambiado la pagana Cibeles por la católica Reconciliación. Pese a que ésta, por afectar a la mente tanto o más que al corazón, supone una fuerza espiritual superior: volver a conciliar los sentimientos con la razón de humanidad. ¡Cómo si alguna vez hubieran estado conciliados!

Esa espiritual idea, propia de obispos progresistas, salió de la cabeza del secretario general del PCE, en 1956. Aquella primitiva reconciliación, que perdonaba la vida a quien lo sacara del pozo, necesitó veinte años para convertirse en consigna estatal de la Transición. Lo que no había sucedido al final de la Guerra Civil, cuando había motivos para ello, lo produjo gratuitamente la vida de los partidos durante cerca de cuarenta años en clandestinidad. La edad de Dostoievski cuando escribió sus irónicas «Memorias del subsuelo», sobre la imposible conciliación de sus deseos con su razón. Pero lo imposible para genios del arte y del pensamiento, la reconciliación de los contrarios, ha sido tarea de coser y cantar para el genio transitivo de los españoles. Bastó que el Estado dictatorial legalizara a los partidos de clase para que las clases sociales se reconciliaran al instante en un fraternal abrazo. Todo se hizo de repente interclasista. El Estado, la Monarquía, los partidos, los sindicatos, las patronales. Nada dividía ni separaba ya a los españoles. Todos tenían los mismos derechos constitucionales a la dignidad y a la riqueza. En esa concordia universal del consenso sólo un punto permanece obscuro. ¿Por qué y para qué hay más de un partido?

La reconciliación no puede salir de la esfera de los sentimientos religiosos o amorosos sin convertirse en fuente segura de grosera corrupción. Sin arrepentimiento ni expiación, sin penitencia ni dolor, sin vergûenza ni llanto, no hay lugar decente para la reconciliación entre ofensores y ofendidos. ¿Dónde están, pues, el sufrimiento y la contrición de Juan Carlos, Suárez y Fraga por las ofensas infligidas a los españoles durante sus funciones al servicio de la dictadura y de sus crímenes? ¿Cómo puede todo borrarse, olvidarse y perdonarse sin confesión de culpa? ¿Cómo puede el verdugo reconciliarse con su víctima sin abominar del cargo que le dio la dominación sobre ella? ¿Cómo puede la víctima reconciliarse con su verdugo sin envilecerse aún más que cuando la humillaba? Bajo estas condiciones tan escandalosamente falsas, un pueblo que se considera reconciliado no puede ser más que un pueblo irremediablemente corrompido. En el terreno político, la reconciliación nunca ha dejado de ser un bastardo pretexto para el mutuo reparto de poder, riqueza y honores. Desde fines de 1976 hasta la Constitución, Adolfo Suárez hizo las faenas y cumplió el destino del Gran Corruptor. Repartió el botín del Estado entre una oligarquía de partidos. Y cuando nada le quedaba ya por dar, todos lo traicionaron o abandonaron.

LA RAZÓN. JUEVES 27 DE JULIO DE 2000


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