Claro

Oscuro

Se mire como liberación de obstáculos o como posibilidad de libre elección, la libertad alcanzable mediante la Reforma del Estado dictatorial era cosa distinta, en naturaleza y extensión, de la que se podía conseguir con la Ruptura democrática. Lo sabíamos todos, dentro y fuera del Régimen. El dilema Reforma «o» Ruptura no lo creaba la divergencia del método para alcanzar lo mismo, sino la modalidad servil o dominical de la libertad pretendida. Incluso el PSOE, que en Junio de 1976 se disponía a pasar por la ventanilla de Arias, nos decía en la Platajunta que eso daría a la oposición un instrumento legal para conquistar la libertad mediante la ruptura democrática. El PSOE sabía que la libertad reformada no era, ni podía llegar a ser, la libertad política, pero creía, o fingía creer, que la alternativa irreconciliable entre Reforma «o» Ruptura se podría integrar y resolver en un proceso único de realización sucesiva: Reforma «y» Ruptura. Y esa idea oportunista, consumada la entrega de todos los partidos a la causa reformista de la libertad servil, llegó a ser dominante en la opinión pública con la propagada falacia de la «ruptura pactada».

La noción de libertad servil, la clase de libertad que hoy tienen los españoles, puede parecer, a primera vista, una contradicción en sus propios términos, o una desconsiderada manera de calificar a las libertades públicas consagradas en la Constitución. Pero una mirada experta en materia de libertades descubrirá enseguida que la expresión «libertad servil» no sólo no es contradictoria, sino que además responde con bastante precisión a la naturaleza de las libertades otorgadas desde el Poder, a unos súbditos que, frente al Referéndum Constitucional, no tuvieron la posibilidad de no elegir, ni la de elegir otra cosa distinta de la Monarquía de Partidos. La Reforma, en el recorrido de su camino y en la meta alcanzada, ha considerado a los españoles como siervos o, en todo caso, como menores de edad necesitados de la tutela de un partido para decidir o elegir lo políticamente correcto. La Ruptura, en todas sus fases y en sus fines, los vio y trató como señores de la libertad y electores del Poder. Lo servil estaba e la Reforma. Lo señorial, en la Ruptura. El libre albedrío político estaba en ésta. El «siervo albedrío» en aquella. En lo tocante a la libertad de acción y de elección, la Ruptura era pelagiana. La Reforma, agustinismo político.

En 1524, el moderado Erasmo defendió el poder de la voluntad humana en las decisiones o elecciones morales, sin caer por ello en el liberalismo absoluto de la herejía pelagiana, al no dar al «líbero arbitrio» la importancia que daban los teólogos al libre albedrío. Al año siguiente, le contestó Lutero en su «De servo arbitrio». Y en esta obra está planteada la naturaleza «servil» de la libertad humana, necesitada de la tutela permanente de la gracia divina. Lo cual no significa que el hombre esté dominado por la necesidad, pues el poder de Dios no es una necesidad sino un don. Basta sustituir la idea de Dios, por la de Partido, para entender por qué hablo con propiedad de «libertad servil», como entender por qué hablo con propiedad de «libertad servil», como designación de la que no permite a los ciudadanos acertar en su elección política sin el concurso de la gracia de Partido, sobre todo cuando este concurso es legalmente obligatorio, como sucede en el sistema constitucional de escrutinio por listas de Partido. La idea de que los partidos son mediadores o asistentes en la formación de la voluntad general se aparta ya de la radicalidad luterana, para caer en la ciencia media del «molinismo». Aquella doctrina del jesuita de Cuenca, Luis de Molina (1535-1600), que explicaba la libertad física y moral del hombre por la mediación del «concurso simultáneo» de la omnipotencia divina. La libertad ciudadana está hoy «servilmente» determinada por la omnipotencia de los Partidos Estatales.

LA RAZÓN. LUNES 2 DE OCTUBRE DE 2000


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