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Las frases cortas de las grandes periodistas, ideadas para llamar la atención sobre aspectos inéditos de las cosas sociales, casi nunca expresan largas verdades como en los pensamientos aforísticos. En el treinta aniversario del Watergate, el entonces director del Washington Post, Benjamin Bradlee, ha encontrado el mérito de los periodistas en el hecho de sobrevivir al poder. Lo sobreentendido en esta frase, o sea, que el poder es abusivo y que la misión del periodismo es denunciar sus abusos, tiene más enjundia de verdad que lo expresado como norma. Pues lo normal es que la denuncia del periodista honesto al poder deshonesto acabe de mala manera para el denunciante.

Si damos valor de regla general a la excepción, la frase de Bradlee tampoco expresa nada verdadero. Pues el poder abusivo sobrevive a los buenos periodistas, al modo como la enfermedad a los médicos y la delincuencia a los jueces y policías. El mérito de los periodistas que, por profesionalidad, se enfrentan a los gobernantes de turno y los sobreviven, aunque sea más grande a causa del mayor valor que requiere la individualidad, tiene la misma naturaleza genérica del que corresponde a todos los gobernados por el hecho de que, sin enfrentarse, también sobreviven al poder que los aplasta.

A fin de perdurar en toda clase de gobiernos, periodistas y gobernados han de usar un medio deshonroso para la integridad moral de sus personas, pero eficaz para la vida, que se encuentra a libre disposición en ese rico arsenal de la inteligencia práctica al que un filósofo francés bautizó, en los años veinte del siglo pasado, con el nombre de «astucia de gobernado».

La astucia es un recurso habitual de la conciencia de debilidad física o moral. Por eso se manifiesta con prontitud en la infancia y se desarrolla con vigor en las almas de esclavo. Pero tampoco hay poder tan absoluto que no la necesite. La «astucia de gobernante», tan vieja como el dominio de un hombre sobre otros, consiste en el ardid del mando para hacer creer que su interés en mandar coincide con el de todos en obedecer, evitando de este modo ideológico que cada gobernado haya de tener por compañero a un policía. En este ardid se funda la razón del Estado.

La astucia de gobernado, distinta de la que desarrolla todo ser viviente para sobrevivir, no podía aparecer antes de que las revoluciones otorgaran a los individuos derechos inmensos y deberes desmesurados. El súbdito no tenía a su alcance otra clase de astucia que la de los animales. Una astucia instintiva, para conservar la vida y reproducirla, que nada sabe de derechos y responsabilidades. La astucia de gobernado surge de la conciencia ciudadana del mucho poder que tiene sobre cosas de poca monta, y de su impotencia para cambiar a su favor las grandes que deciden su destino.

Desde la cuna a la tumba, desde el niño que no llora no mama hasta el regateo de los honores al cadáver, el imperio de la astucia de gobernado ahoga al de la razón y la lealtad. El eremita parece no necesitar de la astucia porque sólo la emplea para dominar su propio cuerpo, mientras que la del gobernado, al estar dirigida contra el cuerpo social y el Estado, tiene que apoyarse en aparentes derechos para burlar el Derecho y en hipócritas deberes para eludir el deber.

A diferencia de la astucia de la razón teórica, inventada por Hegel para cohonestar la lógica de las abstracciones con los intereses de la vida, la de la razón práctica la desarrollan los gobernantes en el campo de las ideologías veladoras de la realidad, y los gobernados en el de las habilidades para el disimulo. O sea, en el arte de la picaresca, la triquiñuela, la artimaña, la estratagema de la garganta profunda del Watergate. Periodistas y gobernados sobreviven, sin mérito, al poder.

LA RAZÓN. JUEVES 4 DE JULIO DE 2002

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