Claro
Oscuro
En el escaso mes transcurrido entre el Referéndum de la Reforma Política, del 15 de diciembre de 1976, y la recepción en Palacio de los partidos ilegales (cuatro delegados de la Comisión de los Nueve de la Platajunta), el 11 de enero de 1977, cristalizó el proceso de conversión, de los creyentes en lo razonable de la ruptura democrática, a la fe en lo absurdo, a la fe en la reforma democrática de la dictadura y en el milagro español. El proceso de esta rápida conversión voluntaria, a la fe tertuliana del «credo quia absurdum», está maravillosa e irónicamente descrito en el «Postcriptum final incientifico» de Kierkegaard. «Supongamos que un hombre desee adquirir la fe. Empieza la comedia. Desea tener la fe, pero también protegerse mediante una investigación objetiva y su proceso de aproximación. ¿Qué ocurre entonces? Con la ayuda del proceso de aproximación, lo absurdo llega a ser algo distinto; deviene probable, crecientemente probable, extremada y señaladamente probable». Hasta que «lo absurdo es objeto de fe, el único objeto en que se puede creer». Y la objetividad de lo razonable se torna de repente, con lo absurdo de la nueva fe, en algo absurdo y, como dice el propio Kierkegaard, «repugnante».
Por adoración a «lo absurdo», establecido en la fe política no sólo como poder, sino como único criterio de todo juicio sobre el poder, nadie habla hoy, y quiere olvidarse, de que en la realidad social existió, para millones de españoles consecuentes con la fe en la Libertad, algo tan razonable y «repugnante» como la «ruptura democrática» y la «Junta Democrática», su causante. Pero la aproximación a la creencia en lo absurdo, en el sofá del Poder, no era suficiente. Había que dar el «salto a la fe en lo absurdo y al absurdo de la fe». Y la pértiga para este prodigioso salto mental a la creencia en la «democracia absurda», fue la ley electoral por el sistema proporcional de listas, que aseguró el imperio futuro de la oligarquía de partidos.
Lo realmente absurdo es creer en una contradicción; cometer una mala acción en nombre de la Libertad y la Democracia; aferrarse a lo improbable; sentir el mundo absurdamente; experimentar lo que contradice a las expectaciones o creencias sociales comunes. Lo absurdo era confiar en la potencialidad libertadora de dos leyes, la del Referéndum y la Electoral, donde sólo se trataba de la libertad para la clase gobernante («libertad para sí»). Y carentes por tanto de punto de apoyo en la libertad en sí.
Eran dos leyes dictatoriales. Impuestas desde arriba sin posibilidad de elección. Decir «no» en el Referéndum de la Reforma era decir «sí» a la continuidad del Régimen. Decir «sí» era decir «no» a la democracia. Aprobar la ley electoral equivalía a constituir una oligarquía de partidos y cerrar el camino a la democracia. Respecto a esta clase autoritaria de elección que se dicta a sí misma sus propios motivos, Sartre dice, en «El Ser y la Nada», que «puede parecer absurda y lo es en efecto», «no porque esta elección carece de razón, sino porque no ha tenido posibilidad de no elegir». Es absurdo por que se halla más allá de todas las razones, porque «lo absurdo es una pasión, la más desgarradora de todas… cuando se hace la primera de mis verdades» (Camus).
La «voluntad de absurdo» en los dirigentes de la oposición a la dictadura imprimió carácter absurdo a la lógica autoritaria del proyecto reformista de la dictadura. La componenda de esa lógica interna del Régimen con lo absurdo aportado desde fuera por la oposición, tenía que dar por fruto la demagogia de la Transición. Autonomías sin causa, odio a lo español, es decir a sí mismo, y corrupción de lo público. La transición es absurda no porque sea contrarracional, que lo es, sino porque encontró en lo absurdo de aquella elección imposible el origen y el fundamento de su racionalidad oligárquica.
LA RAZÓN. JUEVES 28 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Blog de Antonio García-Trevijano