Claro
Oscuro
El sentimiento nacionalista no sería injusto ni peligroso si pudiera ser controlado por el pudor en sus manifestaciones de amor a la nación, y permitiera ser anegado por otros amores más universales o más espirituales. Las aguas no son cristalinas si se remueven los fondos del lecho por donde discurren. Salvo en situaciones transitorias de peligro común que lo justifiquen, el nacionalismo no deja de ser una agitación obscena de sentimientos instintivos en el impúdico comercio público del amor patrio. Lo admisible en la guerra no es sano ni digno en tiempos de paz. Franco prolongó su dictadura extrayendo de la victoria militar un sentimiento nacional que se hizo amigo incluyente del orden público y enemigo excluyente de libertades, verdades y justicia, como de conciencias de clase social o nacionalidad cultural.
Un pueblo de sentimientos educados en la libertad de sentir, una sociedad abierta a las emociones universales de la humanidad, no se habría dejado llevar a tal prostitución forzosa del afecto espontáneo a la propia nación. Las nacionalidades culturales que se han desarrollado después en forma nacionalista, como reacción de la libertad ansiada a la libertad otorgada, descubren el ancho campo que los pueblos sin educación sentimental dejan siempre a la indigencia espiritual. Y han florecido en el yermo ideológico de la Transición. La democracia ofrecía horizontes que el pacto con los nacionalistas no dejaba ver.
Si la emoción nacionalista fuera sincera, si no cubriera con su manto patriótico la nuda ambición de poder personal, no podría pasar con tanta facilidad del corazón a la boca. Con la libertad y el poder de gobernar en su feudo, los nacionalismos no cambian de naturaleza íntima ni de tendencia al monopolio de la patria, sino de expresión y actuación. La exclusión de otros sentimientos políticos que el nacionalismo central hacía por vías de coacción oficial, el periférico lo hace ahora por la vía más insidiosa de emplear los fondos públicos para «hacer patria», para «construir la nación». Rechaza los modales fascista para poder abrazar con entusiasmo su modo empresarial de idear la nación como proyecto.
La cultura, la educación, los medios de información, las carreras y los honores se planean como empresas nacionalistas y patrióticas. Las oportunidades de negocio y las concesiones administrativas se vinculan a los constructores nacionalistas del país. Dos décadas de poder autonómico han bastado para que un sentimiento de insatisfacción cultural edifique un mundo político nacionalista tan cerrado como insatisfecho. Donde no hay ya más refugio para la sinceridad del sentimiento nacional que no sea en el separatismo. Y aún en esta misma sinceridad radical se percibe que el sentimiento no traduce una necesidad de identidad cultural o política.
La doctrina más común justifica los nacionalismos en la necesidad de procurar una identidad política a la diferencia cultural de una comunidad lingüística. Esta creencia carece de todo sentido, a no ser que esa procura vaya unida a la búsqueda del poder por un grupo organizado, mediante la secesión de esa comunidad no estatal, a fin de constituir una unidad política independiente, igual a la del Estado de quien se desea separar. La contradicción es insalvable. Busca una identidad política a la diferencia cultural y la encuentra en la igualdad mimética con lo diferente. Esta contradicción revela que el ansia de identidad no precede ni es causa, sino que sigue como consecuencia al ánimo de voluntad nacionalista. El sentimiento natural de la patria no produce voluntad de poder. Es la ambición de dominio la que se apodera de aquel sentimiento tranquilo y lo convierte en emoción rencorosa y ardiente de envidia del Estado.