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Enero ha sido un mes difícil para los estómagos españoles. Tras un diciembre electoral embotado de cursilería y vergüenza ajena, presenciamos un Congreso que más se parecía a cualquier junta de “Aquí no hay quien viva”.

El Congreso de los diputados siempre ha sido el centro de las miradas o, por lo menos, la mina de todas las empresas de noticias y entretenimiento. Si las paredes de ese edificio hablaran, nos podrían contar letra por letra la degeneración política de España desde su construcción. Empezando por el turnismo canovista y el caciquismo, pasando por las torpes ilusiones y las mayores desagracias, acabando en el suicidio general y su reformador cielo de papel maché, todas son historias que anuncian un clima político peor.

En este artículo quiero centrarme en analizar el papel que desempeña ese edificio en la Monarquía de partidos, objetivo de tantas miradas y poco pensamiento.

Para llevar a buen puerto tal industria, me valdré como tutor de las sagradas escrituras recogidas, en este caso, por Leibholz:

En el Estado de partidos el parlamento pierde su carácter originario y se convierte en el lugar en el que se reúnen los comisionados de los partidos para registrar decisiones tomadas en otro lugar[i].

La experiencia española se amolda perfectamente a esta máxima de la partidocracia. Las labores cruciales en el ejercicio de la legislación, su redacción y discusión, se producen en los despachos de los partidos, de la mano de sus especialistas de turno. En cuanto a la votación, lo único que vemos a través de los televisores, es un mero espectáculo. Antes de eso, ya se han telefoneado los expertos de cada casa.

Pero nos asalta una duda. Si los españoles votan a los partidos, aunque el Parlamento sea inútil, tendríamos que estar representados por los partidos. Es decir, podríamos llegar a pensar que el único cambio ha sido el traslado de las funciones legislativas a las oficinas de los partidos, manteniéndose la representación.

La representación es un acto jurídico que permite superar la imposibilidad de que millones de españoles se reúnan para legislar. La única forma de que la Nación ejerza su función legislativa es mediante la elección de un representante por cada número determinado de habitantes.

Pero en la partidocracia este acto no sucede. Los votantes se limitan a votar las papeletas que les diseñan los partidos en función de sus intereses, siguiendo los pasos que marcan las encuestas.

Muy pocos votantes conocen el nombre del diputado por su distrito. Ni falta que hace, ya que este diputado no ha sido elegido directamente por los habitantes del distrito, sino por el jefe de partido que lo ha puesto en su lista.

No nos engañemos, todo el que vota lo hace al partido, personificado en un jefe. Un diputado estará ‘preparado’ en tanto en cuanto haya sido elegido sacerdote del tempo a tu Dios-partido. Solo existirá mientras lo reconozcan los partidos estatales.

El partido escoge generalmente a sus candidatos entre “los oscuros, los sin grado”, gentes que no tienen notoriedad personal. Dejemos aparte el caso de sus propios líderes, aunque confirma este punto de vista: su celebridad viene del partido, no de ellos mismos [ii].

Aun así habrá los que piensen que el líder del partido votado los puede representar. Y yo les pregunto, ¿Cómo puede representar un líder a los leoneses y a los gaditanos a la vez? ¿A favor de quién se situará en el caso de que surja una disputa entre ambos?

Finalmente, para los que crean que el partido los pueda representar les pregunto ahora: ¿puede representarte una personalidad jurídica? CocaCola, por ejemplo.

Estamos listos para dar el siguiente paso en este oscuro camino hacia lo más profundo de la realidad. Seguimos con Leibholz:

La cuestión de si los electores pueden exigir responsabilidad al diputado por incumplimiento de las obligaciones asumidas antes ellos […] ha perdido en la moderna democracia de partidos su actualidad y significado pues…

-¡Atentos!-

el lugar de los electores es ocupado ahora por los partidos que los reúnen organizativamente [iii].

Los partidos estatales organizan a la sociedad por bandos, les dan la opinión, la identidad y el vocabulario necesario para luchar contra el vecino, dando rienda suelta a la polarización social bajo un manto de ideologías muertas.

Así se explica la actitud teatralmente polarizada de los diputados en sus sesiones.

Los parlamentos no son utilizados generalmente más que como tribunas, que sirven para la agitación y la propaganda; los diputados están confinados, pues, al puro papel de agitadores. Agitadores de las brasas de un conflicto inventado que sirve de legitimidad para el los partidos estatales, al situarse ellos como la única forma de pacificar a las bestias sin costumbre democrática.

Y ¿qué son esos individuos que los partidos ponen en el lugar donde deberían sentarse los representantes de cada distrito de la Nación?  Frías máquinas de votar presupuestos y privilegios escondidos bajo leyes. Todas dirigidas por sus respectivas cúpulas. No se equivocaba Duveger:

Los propios parlamentarios están sometidos a una obediencia que los transforma en máquinas de votar guiadas por los dirigentes de partido [iv].

Pero lo que han hecho con nosotros es aún peor.  La Dictadura supuso la derrota de los espíritus libres y la encadenación de los supervivientes. En la Transición, los esclavos fueron vendidos y separados en facciones falsas y enfrentados entre sí.

La Dictadura no fue el final de la Guerra Civil, fue su continuación. Es en la Transición donde florecen las hiedras plantadas sobre las ruinas. Una sociedad anestesiada, aún con valientes latidos de humanidad, fue integrada en el Estado casi a la perfección mediante el aparente pluralismo de partidos. Añadir grados al polinomio de Taylor para adaptarlo a las apariencias que generaría una sociedad civil viva.

Todo es una realidad falsa, virtual, programada y dirigida por los partidos, los medios de comunicación y la banca. ¿Acaso merece la pena diferenciarlos?

Militar o simplemente votar a un partido te clasifica en este escenario de marionetas.

Me atrevo a lanzar la siguiente afirmación invirtiendo los esquemas. Los votantes no solo no están representados en el Parlamento, sino que son estos los que representan a los mismos partidos en la sociedad.

Podemos sacar a colación la película de ciencia ficción “Matrix”. Nos encontramos en un mundo postapocalíptico tras la victoria de las máquinas sobre la humanidad. Las mentes de todos los humanos han sido introducidas en un sistema informático de realidad virtual: la Matrix. Los guardianes de este sistema son programas capaces de materializarse en cualquiera de las personas conectadas al sistema. Dice Morfeo:

Significa que cualquiera que no desconectamos es un agente potencial. Dentro de Matrix, todos son agentes o ninguno lo es.

En las discusiones durante la comida, en el trabajo o en las universidades se observa esta locura. Cada individuo defiende a un partido estatal que cree suyo (esclavos luchando entre ellos por sus amos).

Llegados a este punto me resulta irresistible recordar el movimiento ludista. Este movimiento, dirigido por artesanos ingleses en el siglo XIX, se dedicaba a destruir las máquinas alegando que desplazaban a la mano de obra, creando desempleo. Pues bien, en nuestro caso, los diputados de esa fábrica de leyes, son las máquinas que desplazan a la nación de su labor, legislar.

Estas máquinas parlamentarias son dirigidas por control remoto desde los ordenadores centrales del sistema. A estos también permanecen enganchados las mentes de nuestros vecinos y compatriotas.

Las máquinas de la partidocracia encontraron el cadáver de la sociedad política bajo la cama del dictador. Vistieron su piel y se metieron de nuevo en esa cama a la espera de Caperucita Roja.

Aún hoy, la gran mayoría de los españoles siguen pensando que el sueño es vida, que el Parlamento existe, que ellos mismos están existiendo en la política.

Una manifestación clara de esta ilusión fueron las concentraciones de ‘Rodea el Congreso’. Todos fuimos testigos de las masas indignadas, esa marcha estática y caldo de cultivo para el nuevo lenguaje que dispararía las audiencias del grupo A3media poco después.

Las marchas a edificios es un fenómeno natural cuando la masa se activa. Las mujeres de París, llevadas por el hambre de sus hogares, partieron hacia Versalles para traerse consigo la familia de panaderos.

En este caso, las exigencias eran simples: educación, sanidad, pensiones, vivienda y trabajo. Era la hora de ejercitar los derechos que la Constitución había concedido a los españoles; los artículos con los que se esconde el miedo impreso. En definitiva, la queja de un pueblo cansado de ataúdes de pino.

La marcha por la Libertad no será por el pan ni por promesas fraudulentas. Será la marcha de la humanidad por ella misma.

La Revolución por la Libertad no erige estatuas personales sobre los antiguos dioses. El edificio se constituye de millones de ladrillos, contrapuestos unos con otros de tal forma que, sirviéndose de la gravedad, elevan juntos tal descomunal peso. Nadie se acuerda de la piedra caliza del ala oeste, pero la Catedral estremece a los corazones más impasibles.

Los españoles no tienen que marchar en masa al Congreso. Implicaría atacar a una maquinaria que se reemplazaría. Los españoles en cuyos corazones arde la llama de la Revolución por la Libertad, irán a las sedes de los partidos, derribarán sus puertas y colgarán la bandera de la Libertad en sus mástiles. Desde allí gritarán al mundo entero:

¡Hemos aquí la revolución de Europa! ¡Mueran los tutores de la malformación! ¡La guerra ha terminado!


[i] Leibholz, Gerhard. “Representación en identidad”, en Teoría y sociología de los partidos políticos. Pág. 210. Ed. Anagrama.

[ii] Duverger, Maurice. Los partidos políticos. Pág. 227. Fondo de cultura económica.

[iii] Leibholz, Gerhard. “Representación en identidad”, en Teoría y sociología de los partidos políticos. Pág. 218 Ed. Anagrama.

[iv] Duverger, Maurice. Los partidos políticos. Pág. 449. Fondo de cultura económica.

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