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Oscuro

Decía Antonio Machado –o Juan de Mairena, según se mire– que en Rusia pervivía el cristianismo auténtico. Es verdad. El otro día, por casualidades del destino, pude comprobarlo. Había cogido para un buen amigo, tan aficionado al mundo de la religión como yo, una botella de medio litro de agua bendita en la catedral de Kazán de San Petersburgo. En ese templo con frontispicio masónico, intento frustrado de ilustrar a las analfabetas masas rusas, pueden adquirirse unas botellas que, escritas en cirílico, llevan el rubro de «Agua bendita», se llenan en un tanque y se usan según convenga. El caso es que la metí en el equipaje que iba a facturar y no pude debido a la incompetencia del personal de tierra. Cuando pasé el control de seguridad me preguntaron si llevaba líquidos y respondí que sí: 500 ml de… ¡agua bendita! Y claro, ¿cómo íbamos a tirar un sacramental por el sumidero en la Rusia secularizada tras décadas de totalitarismo? Pues no, el sacramental no se fue por el sumidero.

Me pidió el guardia unos minutos para consultar con su superior qué hacer con el agua bendita de la catedral de Kazán para, finalmente, regresar y decirme que no había problema alguno en violar las normas tratándose de ese líquido incoloro, inodoro y bendito. Igualmente me advirtió que para una próxima vez facturara, imagino que por el bien de todas nuestras almas, la salvación de Rusia y del mundo entero, para que no se vieran obligados a verter el líquido por donde no tocaba. Pero, además, había un agravante, pues la botella iba junto a una navaja que se quedó en un contenedor del aeropuerto. Supongo que si se tratara de la lanza de Longino o un estacón de la vera cruz habría pasado el control de seguridad, lo mismo con la espada que decapitó a San Pablo y Dios sabe qué más.

El agua bendita es, al menos en Rusia, agua bendita sometida a derecho divino y no humano. En pocas palabras, es obvio que la seguridad de los viajeros depende en primer lugar de los popes ortodoxos y, en segundo, de la buena fe del personal de seguridad. Tenía razón don Antonio Machado cuando decía que el cristianismo auténtico pervivía en Rusia. Ni casi un siglo de comunismo pudo erradicar lo que Marx denominaba el opio del pueblo. Lo que hace pensar que en el supuestamente secularizado siglo XXI la religión sigue pintando mucho. ¿Por qué? Obvio, porque es la manera más eficaz de garantizar el lazo social después de la familia a la que consagra y legitima.

No es nada nuevo, ya Durkheim señalaba el papel fundamental de la religión para la sociedad. Los objetos religiosos están dotados de un aura numinosa que obliga a que sean o bien adorados o bien profanados, es decir negados y por ello, previamente reconocidos. Al sistema de creencias, ya sea secular o genuina, se le atribuye virtus dormitiva, y sí, la tiene, apacigua los bárbaros espíritus como los de rusos y españoles, genera buena y mala conciencia, justifica lo injustificable, en fin, y como el agua bendita, todo lo puede. Aunque, como toda droga, puede dar lugar a lo que los galenos y apotecarios denominan «efecto rebote», que con tanta frecuencia vemos en el mundo islámico después de apreciarlo en la propia historia europea. El fanatismo es el síntoma de intoxicación religiosa por excelencia; la frivolidad, el positivismo y el nihilismo, su síndrome de abstinencia. Todo es cuestión de dosis.

Esperemos que el agua bendita sea más eficaz que la ya denostada homeopatía. ¿Será que el hombre no es sino homo religiosus que experimenta constantemente, y de un modo u otro, la religación? La amistad bien merece correr este tipo de aventuras para después poder seguir filosofando. Mientras, mi buen amigo tendrá un souvenir curioso traído, no sin pocas vicisitudes, de la gran madre Rusia.

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