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Si Europa significa Occidente, si la historia de los pueblos europeos y de su cultura grecorromana tuvo lugar en un escenario geográfico que fue animándose desde el Helesponto al Algarbe, en cambio el impulso hacia la unidad de Europa, la lucha por la hegemonía de un Estado particular sobre los demás Estados europeos, desde que el hecho estatal configuró el Renacimiento, se desplazó en dirección contraria. Como en una carrera de relevos, el cetro imperial pasaba de la mano de España a las de Francia, Inglaterra, Alemania, Rusia. La actual dominación política de EE.UU parece confirmar el parte meteorológico marxista de que los ciclones imperiales soplan de Oeste a Este.

Tan profunda es esta interpretación climatológica de la política internacional, que algunos llaman geopolítica, que cuando los Zares o Stalin ocuparon los pueblos situados a su Poniente, el nuevo hecho imperial ya no fue calificado de europeo sino de bárbaro. Napoleón y Hitler invadían Rusia como europeos. Los Zares y Stalin ocupaban Polonia y los países bálticos como asiáticos. De este modo cultural se salvaba la identificación de Europa con la civilización occidental. Un tipo tan peculiar de dominación de la materia por el espíritu que, en lugar de favorecer a las regiones occidentales a costa de las orientales, ha dado la supremacía industrial y comercial a los pueblos del Norte europeo sobre los del Sur. La causa más profunda de su división política.

Cuando se narre la historia de la división de Europa, con justa valoración de los acontecimientos que determinaron el superior desarrollo de los pueblos nórdicos, caeremos en la cuenta de que la decadencia de las economías del sur y de las ciudades libres de Rusia obedeció a un mismo factor. Anterior al triunfo en el norte de la Reforma protestante y del capitalismo (unidos por Vogué y Max Weber), el declive del sur y de Rusia derivó de la ocupación de Constantinopla por los turcos en 1453.

La pérdida de Bizancio, segunda Roma y Puerta de la mercancía asiática, junto al fracaso del llamamiento de Pío II a una cruzada contra el turco, apagaron la fuente de riqueza de las potencias católicas (Roma, Venecia, Génova, Nápoles, Marsella, Barcelona) y de las ciudades ortodoxas de la «vía griega» al Báltico (Kiev, Smolensko, Novgorod). El factor turco determinó el porvenir de Europa y del mundo. Motivó el cesáreo-papismo de Moscú como Tercera Roma bizantina; luego, el descubrimiento de América, en busca de nuevas rutas a India-China; por fin, el triunfo de la Reforma en los pueblos menos dependientes del poder de Roma.

Ningún otro acontecimiento ha tenido mayor trascendencia en la configuración del mundo actual que el empuje hacia el oeste de un imperio del este. Sin el control turco de la llave de la Puerta de Asia al comercio mediterráneo y atlántico, no se comprenderían fenómenos tan complejos como el nacimiento del mesianismo moscovita, la colonización europea de América, Asia y África o la recepción del protestantismo por los Príncipes de la Europa central y nórdica. No fueron los enemigos de Roma y España los que impidieron la unificación de Europa. La potencia otomana era el mejor instrumento de la división. Francisco I se alió con ella. Los Papas se ilusionaban más en la conversión de Mahomet que en su derrota. La victoria naval en Lepanto (1571) no fue decisiva. Turquía organizó una parte sustancial de la Europa actual. El legado otomano da legitimación europea a la pretensión turca de ingresar en la UE.

Los humanistas del Renacimiento percibieron, mejor que los filósofos de la historia, la trascendencia de la otomanización del imperio bizantino en la configuración de Europa. Juan Luis Vives lo expresó con vigor, en su carta del 12 de octubre de 1522 a Enrique VIII. “Sois dos o tres en el mundo cristiano: las victorias de los turcos nos han metido en un peligro extremo y Vos ¿queréis querellaros? Que Dios os proteja”.

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