Claro

Oscuro

Por no haber podido decir nunca lo que se piensa, somos un país de sobreentendidos.

Desde el 78 es un sobreentendido, por ejemplo, que España no hizo una Constitución, sino que una Constitución hizo España.

La Constitución prohíbe el mandato imperativo, pero hay que sobreentender que eso no es más que un homenaje al abate Sieyes, y al cabo, una forma de hablar.

La Constitución faculta para dar instrucciones a las autonomías recalcitrantes, pero se sobreentiende que es para disolver gobiernos y parlamentos, o sea, Cromwell pasado por la abogacía del Estado, aunque sea un Estado “amorcillao” en tablas por la media lagartijera propinada por un Jeffersonet de Gerona.

Donde hay creación no hay interpretación, dice Emilio Betti, pero el sobreentendido español está muy por encima de la creación, y tiene que ver más con la teoría del caudillaje de Javier Conde que con la de la interpretación jurídica de Betti.

Sobreentendamos, pues, que todo el tabarrón catalán es para reformar (“enmendar” es en América, y la explicación no nos cabe en el folio) la Constitución, que nació perpetua: Suárez, se nos dijo, era un Licurgo, el espartano que hizo una Constitución a condición de no cambiarla hasta que él volviera, y ha vuelto en forma de Rivera, el nadador.

Lo importante en el golpe catalán, como en el incendio del Windsor, es la ausencia de víctimas mortales (de ahí la insistencia de todo el mundo en la no violencia), pues eso permite a los políticos masticar el chicle penal a ritmo de encuesta.

Los artículos “federalistas” de Cebrián (¡Jay! ¡Jay! ¡Jay!) y la incontinencia verbal de Sánchez, que ha hecho suya la majadería jeffersoniana de una Constitución cada 19 años, indican que el Gran Sobreentendido que nos ha de matar, la reforma constitucional que nadie pide, ya está comiendo yerba: una España-Ave con españoles de clase club, españoles de clase preferente y españoles de clase turista.

La propaganda (¡flabelíferos a luchar!) será infernal.

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