Claro

Oscuro

Para probar la inconsecuencia de los partidos cuando decidieron abandonar la «ruptura democrática» y acogerse a la hospitalidad «a mesa y mantel» de la Reforma, no basta con demostrar que la democracia era posible. Pues entre la posibilidad y la necesidad se abre un espectro de expectativas que ofrece siempre un sitio, «entre la copa y los labios», para frustrar lo probable. Y lo que importa, en la Transición española, es la total arbitrariedad de la causa que frustró la ruptura democrática de aquella legalidad dictatorial, cuando el proceso de liberación estaba realizado en lo más difícil. El Referéndum autoritario a final de 1976 aumentó la credibilidad de la Reforma liberal de la dictadura. Que de ser algo posible, con Arias, se convirtió de repente, con Suárez, en algo probable. Los partidos integrados en la Platajunta, salvo el PCE, fueron demasiado tibios en la campaña por la abstención. Al comenzar el año 1977, el futuro político estaba pendiente de un hilo. El grado de probabilidad de triunfo de la Reforma estaba empatado con el de la Ruptura.

Por ser dos procesos de carácter voluntario, promovido uno por un Estado dictatorial predispuesto a otorgar libertades, y otro por la Sociedad civil dispuesta a conquistarlas, todo dependía de la firmeza y determinación de los dirigentes de ambos en la persecución de sus objetivos antagónicos. No se trataba de dos caminos diferentes para llegar a la misma meta. La Reforma no podía permitir que el pueblo eligiera la forma de Estado y de Gobierno, ni que los hombres de la dictadura se apartaran del poder estatal. Mientras que la Ruptura exigía la apertura de un período de libertad constituyente de la democracia. Tampoco se trataba de elegir entre Reforma o Ruptura, pues las concesiones liberales dependían exclusivamente de la voluntad del Estado. Nada impedía que, con la legislación reformista, la Ruptura continuase su proceso con más facilidad. Y es absurdo pensar que alguien se opusiera a conseguir mediante un pacto con el Gobierno lo mismo que hubiese obtenido con el enfrentamiento. Pero era contrario a la lógica política, al buen sentido, al respeto de sí mismo, al deber de coherencia y a la necesidad de lealtad con los demás, que la alternativa Reforma o Ruptura se resolviera con una mera elección entre una de esas probabilidades. Un tipo de elección, propia del probabilismo, que no puede hacerse sin que medie la traición.

La elección probabilística, en la que se inspiró la casuística del jesuitismo, sacrifica los principios a la situación, no «el caso» a los principios. Su justificación moral la inició un dominico de Valladolid, Bartolomé Medina (1525-1580): una opinión probable puede admitirse incluso en el caso de que la opinión opuesta sea probable. Sobre todo si se hace más probable («probabilior») con el paso a ella de la opinión adversa. Éste ha sido el fundamento doctrinal de la traición en todas las éticas de la situación, tan consustanciales a la filosofía mundana -desde el prudencialismo de Gracián y el circunstancialismo de Ortega al situacionismo de Aranguren-, y a la triste tradición del pactismo político. Que se hace siempre sobre las espaldas del pueblo. Llamo traición al acto de sacrificio de la democracia que realizaron los partidos ilegales, en aras de su legalización y de su participación en un sistema oligárquico de poder estatal. Una traidora violación del compromiso público de abrir una fase constituyente de la forma de Estado y de Gobierno mediante elección popular, que todos los partidos perpetraron tan pronto como fueron invitados a entrar en Palacio, un año después de firmar ese compromiso y gracias a la elevación política que de ellos hizo el movimiento social por la ruptura democrática. No los llamo traidores por el mal gusto de usar palabras fuertes, cuando son gratuitas, sino porque no hay otra que defina mejor la felonía probabilista.

LA RAZÓN. LUNES 18 DE SEPTIEMBRE DE 2000


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