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Todo lo que no es producido por la libertad política de los pueblos nace marcado con signos de servidumbre. Se comprende que algo tan difícil de lograr como la unidad política de Europa, en un conjunto de poblaciones dominadas por sentimientos nacionalistas y egoísmos de los Estados, haya tenido que ser iniciado con procesos estatales de unificación de la economía y la legislación civil. Se comprende que los agentes exclusivos de esta unificación previa del mercado y del estatuto de las personas hayan tenido que ser los Estados. Pese a la lentitud del proceso y a las injusticias que necesariamente produce el consenso transaccional entre poderosos, se debe reconocer que la creación del Mercado Común, el euro y la legislación comunitaria ha sido un éxito.

El error comienza cuando se olvida que el método del paso a paso y del consenso de los Estados solo pretendía conducir a la población europea a una situación de homogeneidad económica y civil que le permitiera dar el salto cualitativo hacia su unidad política. Ninguno de los fundadores del camino de la integración económica europea pensó que la meta última, los Estados Unidos de Europa (como decía Jean Monet), pudiera ser alcanzada con el mismo método del consenso de los Gobiernos. Para que el producto final fuera independiente y democrático, en algún momento el protagonismo de los Estados debía ceder el paso al de los ciudadanos, es decir, a la libertad política constituyente.

Ese cambio de método todavía no se ha producido ni hay visos de que se produzca en el futuro. Eso ocurre con frecuencia. La insistencia en el método que ha conducido al triunfo en una batalla particular suele acarrear la pérdida de la guerra. El proyecto de Constitución de la UE, sometido a la decisión de los Gobiernos de los 25 Estados miembros, no ha sido elaborado en un procedimiento democrático, ni su contenido está regido por la regla de la democracia formal. Su texto tampoco se propone la Constitución de los Estados Unidos de Europa. En el mejor de los casos constituye lo ya constituido.

La regla de la unanimidad en materia de Seguridad y Defensa, el veto de cualquiera de los Estados miembros, hace imposible el nacimiento de cualquier forma de Estado Europeo (asociado, confederado, federado) que afirme su independencia y personalidad en la política mundial. Con esta carencia fundamental, la disputa por el número de votos de cada Estado en el Consejo de Ministros resulta intrascendente. Todos quieren formar minorías de bloqueo. Nadie, mayorías de acción independiente.

La ratificación por los ciudadanos de la Constitución que aprueben los Gobiernos, su legitimación popular, no la hará democrática si su contenido normativo no es democrático. En teoría es posible que una dictadura o una oligarquía sean las fuerzas constituyentes de una Constitución democrática que las elimine. Pero es imposible que la soberanía popular haga democrática, por el simple hecho de aprobarla, una Constitución que no esté presidida, sin excepciones, por la regla de mayorías y minorías. Donde hay regla de unanimidad, sea en materia de familia, seguridad social o política internacional, no habrá democracia ni Europa independiente. Y el superministro de Asuntos Exteriores seguirá siendo un enano político.

La población europea es hoy más homogénea que la de EE UU, cuando dejó de ser una Confederación parlamentaria de 13 Estados y aprobó la Constitución presidencial y democrática promovida por Hamilton, Madison y Jay desde «El Federalista». Más de tres cuartos de siglo después, los candidatos a la Presidencia aún hacían su campaña electoral en 16 idiomas diferentes, entre una docena de creencias religiosas. Lincoln presidió un Estado sin Banco Central, un dólar dependiente de la libra esterlina, una estructura social en el Norte incompatible con la del Sur y una cultura moral dividida entre el liberalismo humanista y el patriarcado señorial.

LA RAZÓN. LUNES 23 DE JUNIO DE 2003

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