En 1925, siendo Winston Churchill Ministro de Hacienda, el gobierno de la Gran Bretaña decretó el retorno al Patrón Oro. Motivo para esta decisión era la idea de un ilusorio restablecimiento de la normalidad tras las perturbaciones financieras de la Primera Guerra Mundial, así como la voluntad de cumplir compromisos con acreedores y clientes de la City. Por detrás de estas consideraciones de buena práctica mercantil se hallaba la ambición patriotera de que Britannia volviese a ser alguien en el mundo. Hablar con voz propia, restaurar las doctrinas económicas que le habían permitido convertirse en líder de la Revolución Industrial y edificar el mayor imperio ultramarino del planeta: ese era el destino manifiesto de la Union Jack, y había que seguir la hoja de ruta. Sin embargo, ni Winston Churchill ni los financieros de la City se daban cuenta de lo mucho que había cambiado el mundo como resultado de la guerra de 1914-1918. En una Europa débil y desbordante de divisas devaluadas con las que los especuladores hacían su agosto, la brutal política de revaluación de la libra esterlina desencadenó la peor crisis económica de toda la historia de la Gran Bretaña. Sus industrias de exportación, antaño pujantes, sufrieron un daño del cual jamás llegarían a recuperarse.

Suena actual, ¿verdad? El Brexit, con sus disrupciones en el entramado de normativas y acuerdos que conforma el orden económico europeo, tiene potencial para producir unos efectos igual de perniciosos que el restablecimiento del Patrón Oro hace casi un siglo. De repente, vuelve a haber una frontera en Irlanda del Norte y otra en el Paso de Calais; la gente tiene que formar en fila y pasar por ventanillas para exhibir pasaportes y visados, firmar manifiestos de embarque, impresos aduaneros, declaraciones, documentos y el resto de toda esa parafernalia burocrática típica del tránsito transfronterizo. Las empresas industriales de los países limítrofes (Francia, Bélgica, Alemania) llevan décadas funcionando con sus partners británicas en régimen de just-in-time, perfectamente cronometradas para la entrega de suministros y el transporte de productos. Imagínense lo que representa para ellas el nuevo estado de cosas. Algunas cámaras de comercio han hecho estudios en los que se demuestra que un retraso de solo dos minutos en la frontera -para trámites de rutina- supondría la formación de colas de camiones de hasta 35 o 40 kilómetros. Por no hablar de los acuerdos comerciales, los aranceles, el cumplimiento de normativas de producto y, finalmente, el apartado más gravoso de todos, la operativa de cambios de divisa y transacciones financieras internacionales.

¿A dónde lleva todo esto a la Gran Bretaña? Nadie lo sabe. En cualquier caso, no al añorado escenario de grandezas pretéritas, seguridad interior, prosperidad y libertad que ambicionan los partidarios del leave. El resultado será una situación tan caótica y deprimente como las consecuencias económicas de Mr. Churchill con su decretazo financiero de 1925, expuestas en el inmortal ensayo escrito con el mismo título por el pragmático y sagaz John Maynard Keynes. Interesa decir que al cabo de poco tiempo, durante la recesión de los años 30, a la Gran Bretaña no le quedó otro remedio que dar marcha atrás, devaluando la libra y abandonando definitivamente el Patrón Oro.

Churchill supo pagar la deuda histórica contraída por su metedura de pata con el Patrón Oro -así como otra anterior por el desastre de Galípoli- con inapreciables servicios de liderazgo durante la Segunda Guerra Mundial. En la Gran Bretaña de nuestros días se aprecia un vacío de talento político que ya de entrada invalida cualquier pretensión de apoyar el Brexit para escapar de una corrupta e incompetente tecnocracia de Bruselas. La verdad es que lo que tienen en casa no vale mucho más: una camarilla de políticos de medio pelo que anteponen sus carreras personales al interés de la nación. Para sostenerse un día más en el poder enredan la madeja todo lo que pueden: negociaciones con la UE, planes B, mociones de censura, salvaguardias fronterizas, nuevos referéndums… Los únicos beneficiarios de esta frenética actividad son, como podemos suponer, los medios de comunicación.

El Brexit es una de esas cosas que parece enormemente compleja pero que en el fondo no lo es tanto. El error de la clase política británica consiste en no darse cuenta de que la voluntad popular -expresada en el referéndum del 23 de junio de 2016-, por prioritaria que sea en cualquier sistema democrático, también tiene sus limitaciones. No es capaz de ir más allá de la historia y de la razón de estado. Si una cosa no se puede hacer, da igual que votemos a favor o en contra. Las fuerzas de la economía y la geografía son perentorias. La voz de los muertos y las necesidades del presente siempre acaban imponiéndose de un modo u otro. En tal sentido, los ciudadanos británicos que se manifestaron a favor de la salida del Reino Unido de la Unión Europea vendrían a ser como los vecinos de aquella aldea brasileña que exigieron a la Cámara de Representantes de su país que se reuniese para derogar la Ley de la Gravedad, y así poder construir un pozo artesiano en la plaza del Ayuntamiento. No es fake news: lo leí en mi libro de Física del bachiller.

Durante los dos últimos años David Cameron, Theresa May, Jeremy Corbyn y otros prominentes miembros de la clase política británica han mantenido sus carreras políticas en torno a un nudo gordiano tan inextricable como la incompetencia de quienes intentan desmenuzarlo torpemente entre sus dedos. En otras palabras: estaban estafando al pueblo del Reino Unido, haciendo creer a la gente que un mandato popular tan simple como el del Brexit, pero con unas consecuencias tan complejas, puede ser implementado a base de los tejemanejes habituales del acuerdo consensual. Pero la realidad es tan simple como dura, y todos los escenarios se reducen a uno: si al final resulta que el Brexit es algo imposible, o tiene unas consecuencias tan desastrosas para la economía de Europa y del Reino Unido, entonces la única conclusión válida es que no debería hacerse, y ya está. No hay más vuelta de hoja. Puede cabildearse durante años sobre consultas populares, democracia, estrategias alternativas y protocolos de negociación con la UE. Todo eso no lleva a ningún lado. Lo que el Reino Unido precisaría no son intrigantes hábiles en el manejo de los tiempos, sino un líder honesto, da igual de qué partido, si conservador o laborista, con sentido de estado y valor para dar carpetazo al asunto aunque ello suponga renunciar a sus intereses personales y a su propia carrera política. Algo en esa línea sí que valdría la pena ver.

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