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Oscuro

Para construir una imbecilidad, no es necesario más que proyectarla con rotundidad. Realizar una proyección temporal de todo aquello que no se encuentre ligado a los hechos de la realidad, es el modo de actuar de pobres inteligencias, para edificar artefactos ideales con una apariencia sólida y consistente. Es así como después acontece el fracaso y se conduce, con la astuta flauta de Hamelín refinada por la estulticia, a cualquier afectado por la utopía para convertirlo, finalmente, en un vociferante indignado. Es también de este modo cómo, mientras se sigue esa melodía racionalmente seductora, cualquiera podría llegar a verse cómodamente arropado por el manto de las ilusiones fugaces que tanto y bien sirven al propósito de confortarlo frente al peligro, y motivarlo ante la incertidumbre.

Al final, lo que el acontecimiento demuestra en la realidad resolutivamente, será señalado por el imbécil como fundado por el azaroso acaecimiento para justificarlo. Montesquieu lo expuso de un modo brillante a mi entender:

“Si el azar de una batalla, o sea, una causa particular, arruina un Estado, había una causa general que lo debía hacer perecer por una sola batalla”.

Esto, explicado con la sencillez propia del que fuese maestro de magistrados, permite distinguir entre el significado del acontecimiento, que sirve para ilustrar a los más particulares a través de la experiencia, de las implicaciones de lo acaecido o eventual, y que únicamente conforta mediante grosería a los más afectos a la necedad. Todo ello es, no obstante, afanosamente envuelto por la apariencia realista de las construcciones de la mente que, por su meticulosa elaboración, resultan siempre sugerentes y evocadoras. Y tal era la invocación al Segismundo de Calderón que hizo Schopenhauer en su obra, cuando explicaba una representación entendida oníricamente y que, por su simpleza, resultó tan evocadora de la realidad.

Por este motivo, y para construir la imbecilidad, hay que hablar de la crisis de la democracia en Europa o de la decadencia de la monarquía parlamentaria española. Una crisis de la que hablan los menos en los medios, para confundir a los más en las masas. Que la mayoría repiten relatando cuestiones que, sin haber existido nunca, sin estar presentes, sirven al establecimiento para atemorizar al apesebramiento. Lo que sirve al establo, degenera al pesebre. El ojo del amo, en lugar de engordarlo, adelgaza al jamelgo que se alimenta en el pesebre de las listas de partidos.

A los más afectos a las pasiones de seguridad y de tranquilidad, les atemorizan incluso los cambios imposibles de las cosas inexistentes. Y si no hay democracia formal ni monarquía parlamentaria en España, se construye con la imbecilidad, para que se haga socialmente normal el miedo a que cambie cualquier cosa conducente a que la haya. A esto lo han llamado “homologar” mientras explican los más que: “nuestra democracia se encuentra homologada a la de otros países de nuestro entorno”; creando así, en la mente, países homólogos en democracias inexistentes.

Pero es que parece bastar la simple incorporación del término “crisis” en las frases más rimbombantes, para producir sensacionales titulares periodísticos que operan del mismo modo en la esfera de las comodidades, en el que lo hace la palabra “radical” en la de las mentalidades. Ambos dos, términos de enorme valía en la sustantivación del conocimiento y la civilización, pero convertidos en fuentes de temores por el vigente nihilismo político español, infectado por el pacato postmodernismo socialdemócrata.

Así, a los afectados por las construcciones imbéciles, no hay más que tocarlos con la palabra “crisis” o con el término “radical”, para que se obre en ellos la magia de la pasión de la tranquilidad. La pasión de la tranquilidad que produce milagros asombrosos y que obra maravillas en el Estado de los partidos. Son los términos mágicos de hechiceros atemorizantes, que efectúan un propósito tranquilizante en la sociedad civil española, ya narcotizada, tras haberse visto sometida a décadas de indefensión y de servidumbre aprendida.

“¡hombre! ya sabemos que no hay democracia, pero es una forma de hablar, es para entendernos…”

Si afirmar que no hay democracia es una herejía contra la sacralidad partidocrática por su carácter dogmático y radical, algo que provoca una tos compulsiva y convulsa, también lo es, por el mismo motivo, señalar la imbecilidad. Es la imbecilidad lo único que explica que se apele a las formas del hablar, para de esa forma evitar reflejar en las palabras lo que ya existe en la realidad. Con la esperanza de llegar a desentenderse, despegarse del entendimiento y así no entenderse, estando todos naufragando en el medio de la confusión. Si no hay democracia en España y la forma de hablar es decir que la hay, se hace entonces evidente que la deformación del idioma provoca la imbecilidad del hablante, que se habla para no entenderse, y sin una forma de comunicarse cabalmente que no sea la homologada por el consenso político socialdemócrata.

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