Claro

Oscuro

Para que existiera verdadera opinión pública se necesitarí­a, en primer lugar, que tuviera la naturaleza de las opiniones, no la de simples creencias, y en segundo lugar, que fuera la opinión del público, no la difundida por opiniones privadas en el público. Esas condiciones hacen extremadamente difí­cil que pueda existir auténtica opinión pública. La que pasa por tal es la opinión hegemónica de la información dominante, repetida como un eco sin fin por la desinformación dominada.

La opinión pública nació durante la Ilustración como difusión en el público de opiniones de los grandes escritores, para la reforma del sistema polí­tico. Durante la Gran Revolución, las asociaciones de ciudadanos en numerosos clubs de debate crearon la opinión pública. Fenómeno al que puso fin la dictadura del terror jacobino. Desde entonces, y salvo en momentos de excepcional atención popular a la cuestión polí­tica, el poder creciente de medios informativos y encuestas sociológicas ha sustituido la opinión del público por la difusión, en el público, de creencias ideológicas de intereses particulares, sobre todo lo divino y humano que pueda ser convertido en mercaderí­a polí­tica para el consumo de masas pasivas.

El mecanismo de formación de las opiniones públicas me recuerda lo que Nietzsche escribió, en “Mas allá del bien y del mal”, para ridiculizar los hallazgos de los lingüistas. Supongamos, decí­a, que alguien esconde algo bajo una piedra en un monte. Se pasa luego la vida buscándolo. Y cuando lo encuentra, grita ¡Eureka!.

Lo que la gente cree que es su opinión, ha sido fabricado en centros lejanos de creación de ideas para la propaganda de los poderes establecidos. Generalmente, en fundaciones culturales, institutos de sociologí­a y departamentos universitarios de EEUU. Su entrenamiento durante la guerra frí­a fue intensivo y sistemático. A semejanza de las campañas de promoción de un producto comercial, precedidas de un proceso de creación publicitaria, las mercaderí­as polí­ticas llegan al consumidor adaptadas a cada paí­s por sus propios medios de comunicación.

Las agencias internacionales las lanzan. Los medios las intelectualizan en editoriales. Los lectores las hacen suyas, creyendo que son las que pensaban. Las encuestas preguntan en el sentido esperado de las respuestas. Los partidos hacen sus programas con los sondeos. Las elecciones ponen jerarquí­a en las opiniones. Y la hegemónica, la del partido vencedor, grita ¡Eureka! Esto es, en realidad, lo polí­ticamente correcto.

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Puede ver un pequeño resumen de la biografía de D. Antonio García-Trevijano en este enlace.
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