Claro

Oscuro

Artículo aparecido originalmente en EL INDEPENDIENTE en junio de 1989

De Henry David Thoreau al escritor Manuel Vicent

Ciudadano y compañero:

Un siglo de historia y la barrera entre la vida y la muerte nos separan. Pero nos unen ideas e intereses que, por ser naturales, no mueren.

Te confieso que cuando vuelvo la vista a vuestro mundo, no me parece ser la tierra donde viví junto al lago Walden, en el corazón de los bosques de Nueva Inglaterra. Entonces la revolución industrial estaba aún lejos de acercarse al riesgo suicida de aniquilación de la naturaleza que vuestros partidos verdes tratan de alejar. Yo mismo, refractario a la tecnología, le rendí tributo al extasiarme ante el espectáculo del tren que surca veloz el paisaje dejando tras de sí una estela de vapor transfigurada en oro por los rayos del sol; o al cantar la épica de los grandes troncos que derriba el hacha del hombre y son luego transportados a fábricas y talleres, para cumplir su destino como mástiles de airosos navíos. En cualquier caso, mi voluntad de retirarme a la escondida cabaña de Walden respondía al propósito de demostrarme a mí mismo y a los demás que son muchas las cosas de las que puede prescindir un hombre sin por eso disminuir sino, por el contrario, aumentar muy crecidamente el disfrute de su felicidad. En compañía de pájaros, ardillas, ranas y otros animales, sin más ruidos que los naturales del bosque, tenía de vez en cuando ocasión de compartir mis palabras, mi comida, mis utensilios de pesca y hasta mis libros, con tramperos, exploradores, indios y antiguos vecinos que se arriesgaban a visitarme.

Pero quizás estos recuerdos despierten en ti la sospecha de que quiero hablarte de ecología. No es así. Tu artículo “La firma”, en que te niegas a llevar un cirio en el cortejo fúnebre para enterrar un cadáver político en Europa, ha impresionado al ministro de Recursos Mentales de nuestra República, el barón de Montesquieu. Animado por la independencia de espíritu que revela ese NO de un consagrado escritor en un reino que sujeta la inteligencia y el disentimiento, me ha ordenado que te transmita su “consideración” –sentimiento que, como sabes, sitúa por encima del respeto- y que me ponga a vuestra disposición como director del Departamento de Desobediencia Civil a Gobiernos Propios, por si pudiera ser de utilidad en esa envenenada atmósfera en que políticos de lista y cerebros alquilados han envuelto la campaña electoral para el Parlamento Europeo.

La desobediencia civil ha tenido siempre mala prensa. Y para los políticos que sólo pretenden perpetuarse en el poder, es un crimen execrable. Sin embargo, si se lo mira con los ojos del sentido común, el fundamento democrático de esta actividad no puede ser más simple. Es un principio evidente que quien se precie de demócrata debe estar dispuesto a obedecer al gobierno legítimo de la mayoría. Pero no es menos evidente “la razón práctica de por qué el pueblo permite que una mayoría gobierne y continúe haciéndolo así durante un largo período de tiempo”. Esta razón “no responde al hecho de que los componentes de dicha mayoría sean más capaces de encontrarse en posesión de la verdad, sino a que son físicamente los más fuertes”, por más numerosos.

Naturalmente, nada hay de insensato en suponer que un Gobierno mayoritario acierte la mayor parte de las veces. Pero ninguna mayoría, por absoluta que sea, es infalible. ¿Qué hacer cuando el comportamiento o los dictámenes de la mayoría que gobierna son manifiestamente injustos? “¿Debe rendir el ciudadano su conciencia, siquiera un momento, o en el grado más mínimo, al legislador?” ¿No se impone en tales casos, con toda la evidencia del sentido común, la idea de que “debiéramos ser hombres primero y súbditos después”? La diferencia entre las leyes dictadas por la naturaleza y las dictadas por los hombres es que a éstas, cuando son injustas, debemos responder negándonos a obedecerlas. ¿Acaso no fue un saludable y decisivo acto de Desobediencia Civil la pacífica protesta general de los ciudadanos españoles el 14 de diciembre ante la prepotencia, desmanes, mentiras e incumplimientos de su Gobierno de mayoría absoluta?

Si éste es el sencillo fundamento moral de la desobediencia civil activa a una ley injusta, más fácil resulta ver el fundamento democrático de la desobediencia civil pasiva a un deber político imposible de cumplir en conciencia, como es el de votar sin saber bien a qué ni a quién en unas elecciones cuyo resultado, en definitiva, dejaría igual al pueblo.

Las decisiones del Parlamento Europeo no cambiarán un adarme por el hecho banal de que los allí decididores cuenten con el bulto de unos diputados españoles de lista para elevar el ruido de los aplausos. Otra cosa sería si España hubiera ingresado en la Comunidad Europea para hacer oír su propia voz en lugar de ecos homologables de voces alemanas. Ante el bochorno de la ausencia de preparación, carácter e independencia frente a partidos más fuertes y más conscientes de los intereses mercantiles y nacionales que hegemonizan la política comunitaria, más valdría que sólo votaran los funcionarios y familiares de quienes, a falta de otras competencias útiles a la sociedad, se han especializado en la ocupación del erario público.

La cuestión de votar o no votar se ha tornado además en un serio dilema porque vuestros políticos han caído en su propia trampa. Utilizando el sofisma de que el pueblo español no estaba maduro para la democracia, los partidos políticos de la transición os impusieron un sistema electoral que les permite reírse de la voluntad de los electores mediante el tráfico y la prostitución de escaños. El tiempo ha demostrado que quien no está madura para la democracia no es la ciudadanía española, sino la clase política que la desilusiona y desencanta. O por decirlo de una manera más realista: si los pueblos han de luchar siempre para obtener la plenitud de sus libertades, es porque las dictaduras y las oligarquías siempre se la negarán, en todo o en parte. La historia ha evidenciado que jamás ha existido un dictador maduro para ejercer la monocracia ni una clase política para gobernar responsablemente una oligocracia, como lo ilustra la transición española.

Frente a la tesis oficialista de que la corrupción está en las personas y no en las instituciones, basta llamar la atención sobre el hecho de que si un diputado se beneficia con la prostitución de su escaño, es porque un partido se lo compra, con lo cual el desmán no sólo es personal. Para que el tránsfuga prospere, ha de haber un colectivo político o partido corruptor que consume el fraude al electorado. En el caso modélico del Tránsfuga Mayor del Reino, el Gran Corruptor fue el partido de vuestro Gobierno mortal, cuyo Presidente, en uno de sus habituales alardes de honestidad, “castigó” aquella felonía nombrando a su autor ministro de Asuntos Exteriores.

Por otra parte, si el intento de soborno es algo que hay que probar y que puede ser castigado por los jueces, el transfugismo es algo que está ya más que probado y que un diputado puede seguir cometiendo con la más absoluta impunidad, porque lo ampara una ley electoral que, en la medida en que lo ampara, es moralmente corrupta. Los partidos que ahora se quejan de los defectos de esa ley, no lo hacen porque les duela haber traicionado con ella al pueblo, sino porque, descubierta su trampa, necesitan reformarla para continuar defraudándolo con listas desbloqueadas o incluso abiertas. Ningún colectivo político que se haya beneficiado del tráfico antidemocrático de escaños tiene ahora autoridad moral para pedir sus votos a los españoles.

Falto de protección institucional en esta cuestión esencial para la existencia misma de la democracia, no le queda otra opción al pueblo español que responsabilizarse de su autodefensa mediante una campaña de desobediencia civil a una ley que debe ser cambiada. Permíteme, amigo Vicent, sacar de tu artículo la consecuencia de que si es grotesco acompañar a un muerto a Europa, más perjudicial os resultaría instalar allí a vuestra costa a unos “vivos”. Yo pienso y sostengo que cuando un ciudadano no puede votar con la seguridad de que no se traficará impunemente con su voto y éste es inútil para sus intereses, no debe votar. O mejor: debe No votar. Esto es lo que enseña el sentido común.

Eternamente.

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