Claro
Oscuro
Mucha gente se pregunta hoy cómo ha sido posible que a la dictadura del miedo haya podido sucederle -con las libertades- la corrupción, el crimen de Estado y la extensión del terrorismo. No entiende por qué la Transición, conducida por sujetos tal vez inteligentes aunque su obra lo desmienta, ha consistido en pasar, desde la exageración represiva de que hizo gala el nacionalismo central, a la exageración permisiva de derechos de soberanía en los nacionalismos periféricos.
Así como el chiste encuentra su gracia en lo grotesco de la lógica insospechada de lo real, la petición de Independencia para Marbella resulta cómica no por ser más extravagante, inverosímil o infundada que la de Cataluña o Galicia, sino por responder con fidelidad a la absurda idea dominante de nación y a la realidad de la dinámica nacionalista. Si el partido andaluz defiende la autodeterminación de Andalucía con el mismo derecho democrático que los partidos nacionalistas de Cataluña, País Vasco y Galicia, ¿por qué negar ese derecho a los ciudadanos de Marbella? Si la Secesión es, como dicen los liberalísimos, un derecho natural de todos los pueblos, ¿acaso no tiene Marbella más fisionomía de pueblo que Andalucía o Cataluña?; ¿se puede dudar de que ha hecho más patria que nadie por metro cuadrado?; ¿no es la idea marbellí un proyecto sugestivo de vida en común1 y de unidad de destino en lo universal2 de veraneo?
Cuando Napoleón raptó y fusiló al duque de Enghien en 1804 cundió por Europa la frase acuñada por el Consejero de Estado La Meurthe y difundida por Talleyrand: «es peor que un crimen, es un error». Pocas veces una frase brillante responde, como ésta, a una idea certera. Las consecuencias políticas de los errores de principio son aún más criminales que el mismo crimen que los comete. El crimen pasa, el error permanece. Hasta que lo elimina el error opuesto, reproductor de condiciones propicias al crimen contrario. En los cambios de Régimen, la impunidad de las culpas personales se paga con represalias de los sentimiento colectivos sobre sus propias emociones justificantes de anteriores crímenes. Y no hay modalidad de represalia, aún en la forma aparentemente civilizada de Instituciones opuestas a las represivas, que no lleve, en su sino permisivo, salvoconductos de impunidad a nuevos crímenes. El derecho de autodeterminación, el mayor error que quepa imaginar respecto a España, conduce llanamente al crimen.
En virtud de la ciega ley sentimental del péndulo, el error básico de la Transición cuajó como reacción mecánica al error sustantivo del Régimen anterior. Un historiador de renombre como Toynbee hizo de la acción-reacción, del estímulo-respuesta, el motor dinámico de la historia cíclica de las civilizaciones. De este modo torpe, el error reclama al error contrario. Y al error sucede el error. La justicia y la libertad son sacrificadas a la necesidad emotiva, propia del infantilismo, de corregir un error mediante el error opuesto. A la exageración de un defecto no la compensa el equilibrio de la ecuanimidad, sino el contrapeso de la exageración del defecto contrario.
Lo que puede ser explicable en la reacciones espontáneas de las masas, deja de serlo en las acciones de la clase dirigente. Sin pura ambición de poder no se explica el desvarío nacionalista ni la vergüenza de ser español, que dieron oportunidad histórica a la arribada de élites tan mediocres como perversas. Los errores de la dictadura, siendo de bulto, no requerían incurrir en otros, tanto o más grandes, para poder subsanarlos. Franco hirió de suma gravedad al sentimiento de patria y nación española. La Monarquía de este funesto Estado de Partidos, en lugar de sanarlo, lo deja morir para que oligarcas nacionalistas secesionen los miembros vivos de un cuerpo inerte.