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Oscuro

Creo innecesario incidir de nuevo en la reflexión de carácter psicológico expuesta por Francis Bacon, acerca del indulto y su relación con el delito que perdona. Resultaría reiterativo e incluso pedante, explicar de nuevo algo que ya fue expuesto en su momento oportuno por Antonio García-Trevijano, cuando la ya habitual omisión del deber de perseguir el delito en España señalaba a la responsabilidad del entonces presidente, Mariano Rajoy. Una omisión del deber de perseguir el delito, que tiene su inicio en la transacción de 1978, con un Presidente que entonces ya parecía imposible de superar en pusilanimidad y cobardía hasta que llegó un tal Pedro Sánchez.

Ya en el pasado cuando José María Aznar llegaba a la presidencia, indultaba en primer lugar a Filesa y los GAL de Felipe González, y posteriormente en 2012 el Ministro Alberto Ruiz-Gallardón indultaba a unos mossos autonómicos sentenciados en los Tribunales por torturas.

Pero considero interesante reflexionar acerca de otras cuestiones, además de las que atañen a la naturaleza de crimen colectivo en el indulto y la licencia que otorga para cometer futuros delitos de traición, porque responsabiliza a todos los que sostienen al Poder dotándolo de legitimidad; es decir, en el caso del régimen político en España, a la totalidad de jefes/oligarcas y sus respectivos Partidos, y por supuesto, sus votantes. Quienes no se sientan concernidos por esta cuestión, deberían de recordar que la culpabilidad recae por igual en todas y cada una de las personas que han votado, o en las que pretendan seguir participando en futuras convocatorias votacionales, donde se ratifica el poder, no de uno, sino de todos los Partidos del Estado. Como con las bulas papales, cada votante compra su futuro en el infierno con la papeleta que introduce en la urna y redime los pecados por cometer de cada sucesivo gobernante.

Es cierto que la responsabilidad recae en último término en el Jefe del Estado, que es quien rubrica la decisión formalizándola, mediante el adorno del como-si-fuese-constitucional, pero sin embargo, el propósito de este escrito no es el de juzgar o depurar las responsabilidades, sino el de analizar las mentalidades para entender el devenir consecuente y sus implicaciones en la actual descomposición del Estado español. Algo que no supone desde luego la desaparición de la nación española, pero sí un daño grave hacia ella, por ser crímenes de lesa patria los que se cometen, además de la lesa majestad.

Para realizar este análisis, conviene apuntar hacia la naturaleza eminentemente burocrática de todo lo administrativo, que sostiene las instituciones de un Estado de los partidos desproporcionado, necesaria para mantener el ritmo de totalitarismo existente. Y en esta condición, que requiere el conocimiento previo de una teoría del Estado y de la propia historia y orígenes renacentistas del mismo, es donde se puede observar la mentalidad derivada de esa estructura de poder en los hombres del Estado. No gobernantes, sino más bien gestores de lo público; no políticos, sino más bien tecnócratas. Menesterosos de la intendencia en definitiva.

Es esta distinción de hombre del Estado, y no de Estado que es lo más infrecuente, lo que sirve para ver al servicio de qué se sitúa cada individuo integrante del aparato, convencido en sus cálculos racionales del mantenimiento de la propia máquina estructural y su prevalencia, arrastrado por esa propia inercia sin control. Una inercia sin control que se deriva del poder absoluto convertido en potencia del Estado, carente de frenos institucionales y de límites morales en quienes detentan el poder y lo distribuyen a sus engranajes, en forma de prebendas y de privilegios en la corrupción.

El Estado como unidad de poder que es, no puede contener una oposición a sí mismo, y eso es lo que evidencia la impostura de facciones como VOX que refuerzan el movimiento alternante de Gobiernos, y el mantenimiento de una política única, una ideología única y una corrupción total.

Entendiendo que es la prevalencia del propio funcionamiento del sistema de poder lo que consideran sus participantes, quienes se reparten el botín y las empresas públicas y disfrutan privilegios, es cuando mejor se observa una complicidad colectiva, a pesar de que en las manifestaciones públicas haya quien se sitúe verbalmente en contra de esos propios indultos. Una complicidad colectiva que es la que convierte en algo diabólico al indulto, superando en su perjuicio nacional al delito de sedición y rebelión cometidos. Es la legitimidad que proporciona la reunión colectiva en el consenso político, lo que avala el crimen cometido. Y siendo esa legitimidad compartida por todos sus participantes, aún diferenciados estéticamente en distintas facciones y símbolos que las adornan, se entiende en toda su magnitud la tautología auto-referente de la razón del Estado. Una verdad que no lo es por cierta, sino por necesaria.

Defender la democracia como forma de gobierno, por ser inexistente en España, es lo que invoca la necesidad de oposición política radical a los Partidos y su Estado.

Y ahora, corran… ¡corran todos a votar! a corromperse

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