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Oscuro

Ante el alud de comentarios sobre el congreso de un partido pletórico de autoridades oficiales, es necesario parapetarse en ciertas obviedades que la transición ignora. En un partido, que es una organización voluntaria de poder, nadie está a la fuerza. Lo que ocurre en su seno debería ser asunto doméstico de los que han querido someterse a la disciplina de sus reglamentos o a la arbitrariedad de sus dirigentes. Allá ellos si las prácticas internas emanan, según el grado de autoestima de los afiliados, de métodos democráticos, cosa que jamás ocurrió en la historia de un partido de masas; de pactos oligárquicos, como en los partidos liberales y socialistas; o de jefaturas carismáticas como en los partidos fascista y comunista. La intimidad de la organización es una cuestión ajena al resto de la sociedad. Que sólo puede verse afectada, a través de los votantes, por la actuación del partido de puertas afuera. La formación de la voluntad política y la designación de dirigentes en un partido escapan a toda posibilidad de control por la sociedad. De ahí la sensatez de aquella antigua costumbre que criticaba la conducta externa de los partidos, sin inmiscuirse en sus asuntos internos. Las reglas de urbanidad eran elevadas a criterio político.

Pero esta relación entre partido y sociedad, típica del Estado liberal y representativo, fue hecha trizas con el golpe de mano que dieron los partidos, a la muerte del dictador, para enquistarse en el Estado y no permitir el paso de la sociedad a la democracia política. Su estrategia fue sencilla:

1. Sustituir la libertad ciudadana, único motor legítimo de la constitución del poder político en el Estado, por un bastardo pacto de reparto (consenso constitucional) entre «jefes» traidores a la causa de la legalidad y de la clandestinidad que los había encumbrado.

2. Autoconstituirse en un oligopolio político mediante el sistema proporcional de listas de partido.

3. Repartirse los poderes estatales según la cuota electoral de cada partido.

4. Eliminar la competencia de nuevos partidos reservando la financiación del Estado y el control de los medios estatales de comunicación a los que ya tienen escaños.

5. Recluir la posibilidad de la democracia en el Estado a la que pudieran alcanzar los partidos en su vida interna. O sea, en la utopía.

El brutal fraude de la Constitución convirtió a los partidos, que eran organizaciones voluntarias «de» poder, en propietarios mancomunados de la única organización forzosa «del» poder, que es el Estado. El congreso del partido gobernante adquiere así, en el Estado de partidos, el carácter estatal de un congreso prebendario de funcionarios.

Las vicisitudes internas del partido oficial alcanzan la dimensión, como en el régimen totalitario, de un acontecimiento de Estado. Por ello, aunque no seamos militantes o votantes, husmeamos en su congreso para oler, antes de tragárnoslo, lo que han cocinado las autoridades del Estado en el fogón casero del PSOE. Un perfume arrollador indica que el partido socialista ha roto su tradición oligárquica, instalándose en una jefatura al modo fascista. Aunque el suave aroma de los barones territoriales insinúa una debilidad carismática del líder y una pérdida de autoridad del Gobierno central en los autonómicos. Un olor acre se desprende de esos delegados que, al aprobar casi unánimemente la gestión de la Ejecutiva, han avalado y endosado a todo el partido la corrupción de su aparato. Pero la esencia básica es más bien tranquilizante. El partido oficial no tiene nada que ofrecer, en el terreno de las ideas, a una sociedad civil en crisis económica y moral, a una sociedad política sin confianza en el presente ni visión de futuro, y a un Estado en decadencia institucional y financiera. Sabiendo que un tonto solo puede ser peligroso si, además, es trabajador, no es difícil de intuir lo terrible de un partido estatal de corte caudillista si, además de corrupto, tuviera ideas.

EL MUNDO. LUNES 21 DE MARZO DE 1994


Blog de Antonio García-Trevijano

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