Claro

Oscuro

Hoy parece imposible distinguir unos pueblos de otros por sus costumbres y pasiones nacionales, como hacían otros siglos. La homogeneidad que impone a todas las naciones una misma manera de consumir, producir y recrearse, las revistas del idéntico uniforme. Sin desnudarlas de sus hábitos, sin palpar sus íntimas reacciones a estímulos iguales, sin llegar hasta el fondo de sus disimulados corazones, no sabremos si alguna nota pasional distingue todavía a unas naciones de otras. Las pasiones que brotan en el mundo de la producción, el consumo, el arte, el ocio y la política son las mismas en toda Europa occidental. Y, sin embargo, cuando cruzamos la frontera del idioma propio nos topamos con gesticulaciones y vivencias distintas. Viviendo con foráneos afines, o viajando por países culturalmente hermanados, pronto nos damos cuenta de que, siendo similares sus pasiones, son otras las emociones que las hacen nacer, otros los gestos y conductas que las manifiestan y otros los sentimientos que las siguen.

El crimen político permite comparar las pasiones que engendra en pueblos de distintas raíces culturales, porque en ninguno es una rareza que los pueda sorprender. La indomable pasión gobernante de corromperse, inherente al Estado de partidos, no produce en el pueblo pasiones de estupefacta admiración, ni deja atónitas de asombro a las clases gobernadas. Quienes saben de sobra lo que pasa en los incontrolados círculos que controlan los negocios del Estado. No les extraña la degeneración de los gobiernos generados por la oligarquía de partidos, a la que están acostumbradas, pero les choca el insólito atrevimiento de los jueces y periódicos que la persiguen o denuncian. La pasión de corromperse, y su hermana gemela, la arrogante pasión de impunidad, son las mismas en los partidos gobernantes de la Europa latina. Pero la actitud de los gobernados, que se escandalizan con la divulgación de una más que presunta corrupción, ha sido distinta en países católicos que se consideran, sin serlo, moralmente iguales. Durante años, mientras que el delito político circulaba de boca a oreja, como rumor de una certeza que no aflora, nadie se estremecía con los seguros crímenes de poder. y tan pronto como el escándalo se unió al crimen, la corrupción se hizo, de distintas maneras, intolerable.

No ha sido, pues, la corrupción, sino el gran escándalo de verse pregonada, lo que ha levantado marejadas de indignada protesta contra la clase política y los dirigentes de partidos socialistas en concreto. En la pasión de hipocresía que subyace y alimenta los fenómenos de escándalo social no hay divergencias entre las naciones de una misma área cultural. Pero las diferencias llegan a ser notables en la naturaleza del impacto mental que precede al escándalo moral, en la intensidad dramática de los gestos que lo traducen y en la extensión de los sentimientos de frustración que deja. En tales aspectos, menos observados, es donde Italia, Francia y España han patentizado sus diferencias de talante y de talento nacional. Sólo los italianos recibieron el impacto mental adecuado a la insolente provocación del sistema de partidos. Y aunque erraron en la fórmula, quisieron cambiarlo seriamente por una democracia moderna, con separación real de poderes. Como su gesticulación fue mayor, su estado de frustración es más extenso.

En Francia, su conocida vanidad de claridad cartesiana extendió las sombras de la noche sobre los campos Elíseos, para que el cinismo gobernante pudiera doblegar, cual Júpiter a la pudorosa Io, la hipocresía gobernada. Allí no hay frustración porque no hubo esperanza. En España, sin ideales, ideas, justicia ni valor, el imperio de los medios montó al cinismo gobernante sobre una inopinada pasión nacional de corromperse: la Gran Corrupción, la de los votantes del crimen o de su perdón. Y esa ha sido nuestra nueva y admirable diferencia pasional.

LA RAZÓN. LUNES 20 DE MARZO DE 2000


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