Claro
Oscuro
Confundido con la soberbia, la vanidad, el amor propio o el amor de sí mismo, el orgullo no goza de consideración social. La religión de las iglesias y la moral de los moralistas cometieron la felonía de tratarlo como pecado capital de los ángeles y vicio sustancial de los hombres. El motor de la rebelión contra la ley de Dios y la Naturaleza. Una pasión de liberto. Intimidados por tan negra sospecha, los clásicos psicólogos del alma no abrieron la puerta íntima que les habría dado el conocimiento del virtuoso secreto del orgullo. Que nunca será quebrantamiento del deber de reconocer a los demás como iguales por naturaleza. No vieron que la sensación de superioridad vital anidada en el sentimiento de orgullo, a diferencia de la que está animada por la soberbia, no guarda relación con la idea de igualdad de las leyes naturales o políticas. Su campo de acción está confinado en el noble reino de la vida del espíritu y el espíritu de la vida. Por eso Alain lo incluyó dentro de los sentimientos de dignidad. Pero, ofuscado por la tradición satánica del orgullo, lo acompañó del movimiento de cólera propio de la soberbia. Y lo contrapuso, tontamente, a la modestia.
La reivindicación del honor para el orgullo tuvo que salir de los humanistas que iniciaron el «pensamiento maldito» de la dignidad personal. Un sentimiento honorable del puesto que ocupa el hombre en la Naturaleza, con la que se fundía en un sólo bloque. Grandes poetas cultivaron en el jardín del orgullo las mejores flores de su inspiración. De todas las pasiones que alumbran las penumbras del conocimiento o las sombras de la belleza, el orgullo es la más clara. La conciencia sabía poco de esta pasión tan exquisita hasta que Paul Valéry nos aproximó a su esencia: «El orgullo es a las vanidades lo que la fe a las supersticiones». Presumir de la grandeza de lo que se tiene (vanidad), se hace (amor propio), se es (soberbia) o se aparenta (amor de sí), supone una idea de superioridad, en duración y perfección, como la que expresarían las piedras, si hablaran, frente a las plantas. O sea, altivez de estatua y fatuidad de cosa. Miseria de espíritu y capricho de carácter. No es que el orgullo sea distinto, como lo es, de estos vicios narcisistas, sino que constituye el único antídoto eficaz contra esos venenos mortales del alma. Sólo él los reduce a su pequeñez, los disuelve, los ridiculiza, los apaga dentro de sí como el rayo solar reduce, disuelve, ridiculiza y apaga, en la claridad de su luz, la llamita de una vela.
Un noble ideal empequeñece a la persona que lo porta. La hace esclava de la grandeza que la embarga desde que llegó a sentir su inmensidad. Soporta con naturalidad su abrumante peso, pues le parece haber nacido para ello. No concibe que haya nada mejor ni de tanta excelencia. Se le muestra tan superior a los asuntos que importan a la gente, que hasta la servidumbre ante ese ideal se contagia, por simpatía, de su elevada dignidad. Orgullo sólo del espíritu. Consciente «fierté» de saberse siervo de Dios o la Belleza, de la Verdad o la Justicia, o, para mí, del Amor y la Libertad. Siempre insatisfecho de lo que realiza, el orgullo no aspira a ser comprendido. Pues conoce el mundo social. Y contra la hostilidad del medio donde despliega los efectos de su acción, se gratifica con la hermosura de la causa que la inspira.
De la conciencia de superioridad de una vida ideal, sobre otras formas de vida corriente, nace el sentimiento de orgullo. Pasión tan pura como la del amor puro. Pero más lúcida. Que nace y se mantiene ingenua porque la sensación de superioridad que la alimenta no viene de la apropiación de la grandeza del ideal al que sirve, ni del disfrute de ella, sino de la clarividencia: «No me siento superior a ti porque mi ideal sea superior al tuyo, ni porque sea el mío, sino tan sólo porque, no perteneciéndome, sé que le pertenezco».
LA RAZÓN. LUNES 27 DE DICIEMBRE DE 1999
Blog de Antonio García-Trevijano