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A lo largo de todos los meses transcurridos desde marzo de 2020, desde que dio comienzo un fraude que tenía como fundamento una epidemia ficticia, cuyo único propósito fue el de dotarse el poder establecido de una legitimidad tautológica, aún no he podido escuchar o leer a una sola persona que, ante uno de los acontecimientos políticos más trascendentes de los últimos siglos, haya sabido explicarlo o lo haya analizado siquiera, con el propósito de su esclarecimiento.

Fui la primera persona en España en denunciar públicamente el fraude y la mentira de lo que se dijo desde su inicio. Y lo demostré, más allá de cualquier duda razonable, no recurriendo a las cuestiones de la práctica médica en sus pormenores o de la técnica en la investigación biológica, sino únicamente mediante mi conocimiento de la epistemología y especialmente de la materia jurídica que sirve para observar las situaciones de poder.

Tras explicar la poca sustancia y la ausencia de fundamentos jurídicos en la resolución del Tribunal Constitucional mediante mi artículo “Epidemia de legalidad y constitucionalidad“, un silencio sepulcral dentro del mundo del Derecho evidenció la cobardía intelectual de académicos y legistas, incapaces cualquiera de ellos de elevar las voces con autoridad. Esa es efectivamente la condena al ostracismo de la Libertad en España: no atender siquiera las explicaciones sosegadas aunque fuese con el ánimo de corregirlas o debatirlas. Un silencio atronador entre los escalofríos que produce la verdad con sólo nombrarla. Y es la prueba evidente de la ausencia de libertad de pensamiento, por mucho que exista un derecho para ejercer la expresión a través de los principales Medios. Una atrofia mental que pretende situar al Derecho por delante de los propios hechos: la pureza formalista de la teoría kelseniana, el absurdo de legislar sobre la nada.

Es cierto que a través de las exposiciones sintéticas es inevitable renunciar a un desarrollo pormenorizado que facilitaría un mejor entendimiento entre los que tengan una insuficiente o escasa formación intelectual. No se puede más que apelar a la inteligencia de muy pocos, para que faciliten a través de ella la difusión posterior del conocimiento, pudiendo llegar así al entendimiento en un número mayor de individuos. Me excuso por ello ante mis lectores, en lo que concierne a mi impaciencia.

No es una tarea sencilla tratar de hacer ver la naturaleza del engaño a toda la sociedad española, enajenada de los hechos de la realidad hasta un grado patológico, cuando es el relativismo intelectual lo que impera en todos los lugares infectados por la doctrina socialdemócrata. Tratar de hacer ver que la mentira es verdad y que la verdad es mentira, cuando eso acontece simultáneamente sobre un mismo hecho, provoca algo peor que el error: provoca una confusión constante que imposibilita resolver la situación. Si no se entiende inmediatamente que no existen hechos que puedan ser simultáneamente falsos y verdaderos, no es posible ningún discernimiento que posibilite una solución. Y es precisamente esto lo que se provoca intencionadamente, a través de todos los medios de masas, manejados por personas que, conscientes de ello, saben que su estatus privilegiado depende únicamente de esa confusión constante. No entraré sin embargo ahora en el análisis del por qué, confusión y consenso político, son aspectos parejos y sustento indispensable de la realidad política que instituye el Estado de partidos.

Entre las personas que únicamente viven guiadas por la opinión, se interpela siempre al otro hablándole de “su verdad”, relativizándola, impidiendo así su búsqueda. Se despacha cualquier asunto y se zanjan las discusiones con la debilidad de la expresión “esa es tu verdad”. Y lo que es peor, queriendo desconocer que, siendo la verdad única, siempre serán diversas las opiniones al respecto de ella. Se confunde pues “tu opinión” con la verdad, cuando se dice incorrectamente “tu verdad”. La verdad, siendo única y opuesta a la mentira, de ámbito universal, no puede más que señalarse y nunca ser poseída.

No obstante, y para no desviarme del asunto, esperando que las anteriores explicaciones sirvan al buen propósito de la claridad en los conceptos y del entendimiento en cuanto a los hechos, es pertinente señalar que, como apunté en mis anteriores publicaciones, la característica del fraude es de tipo nominal. Se reduce a algo tan simple como lo es la pretensión de producir una apariencia de verdad a través de la invención de una palabra. Una palabra ficticia, provocadora de una fantasía, como lo es “covid19”. Una enfermedad fantástica. Una alteración de la nomenclatura médica para producir un fallo en todos los diagnósticos y que ya no atiendan a los conocimientos médicos y de toda su literatura, sino a las órdenes políticas, dictadas por el poder, a través de protocolos y medidas administrativas.

La concepción del Estado en una forma providencial, hace normal su desarrollo hacia formas que tienden siempre al autoritarismo y el totalitarismo. Y eso es lo que se observa cuando se confunden las autoridades con los modos más vulgares de las potestades, un Estado de partidos cuya aspiración actual es médica.

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