Claro

Oscuro

A José Luis Balbín

Quisiera comprender la razón del malestar que ha producido, en los sentimientos morales de sectores sensibles de la sociedad, la renovación electoral de la misma hegemonía política. Son fáciles de entender las sensaciones de frustración que deben embargar el espíritu de los perdedores. Sobre todo de aquellos que fueron imbuidos de un afanoso «a ganar» y de una insensata seguridad en la victoria. También se pueden explicar, e incluso compartir, las reacciones espontáneas del instinto moral ante el insólito hecho de que, invocada la modernidad y la civilización europea, una parte considerable del pueblo español haya otorgado su confianza, para acabar con la corrupción y la mentira, a la persona que las ha utilizado o consentido como factores de su gobierno. Lo que no es fácil de comprender, sin pensarlo dos veces, es el profundo hastío, la desmoralización vital que padecen muchas personas, de refinada educación, por la insuperable posición en que las coloca el españolísimo triunfo de González: saberse compatriotas y no sentir nada en común con tan importante sector político de España. Este desolador sentimiento no apareció durante el Reino de Franco, a pesar de la enorme cantidad de españoles que le dieron sus votos. ¿Acaso es más humillante el felipismo que el franquismo para una idea digna de España?

Es verdad que la servidumbre forzosa degrada menos a la condición humana que la servidumbre voluntaria. Pero ni era tan forzosa la colaboración con la dictadura, ni es tan voluntaria la prestación popular al felipismo. Pero no es pertinente, para tranquilizar la conciencia instruida, la socorrida hipótesis de las dos Españas. Basta pensar en el gran dispositivo cultural del periódico El País; en los programas de todas las televisiones, salvo La Clave»; y en el mundo artístico, profesoral y burocrático, para no poder identificar el felipismo con las aspiraciones o temores de las clases subvencionadas y rurales. La explicación sociológica no puede combatir el malestar de las conciencias asqueadas de la hegemonía de la inmoralidad o de la imbecilidad políticas. La verdadera cuestión no es por qué se vota a González, sino por qué causa sustancial domina en la sociedad la amoralidad propia de la razón de Estado, por qué el cinismo de la sociedad política establece la jerarquía de valores en la sociedad civil, por qué razón la fuerza política de los votos se transforma entre nosotros en criterio de verdad y de moralidad. Lo que en realidad deprime no es tanto el triunfo en la sociedad política de la corrupción y la mentira, como el fracaso en la sociedad civil de la conciencia de la realidad política, la escasa influencia en la opinión prejuiciosa de las ideas razonadas y los hechos verídicos, si menoscaban el prestigio del poder establecido. El fenómeno es político y debe ser explicado, como tal, por causas y razones políticas. Cuando el Estado era representativo, las elecciones tenían por finalidad reproducir en la sociedad política la jerarquía de valores de la sociedad civil. Para cambiar el modo político de producir el orden estatal era indispensable cambiar el modo civil de producir el orden societario.

Marx interpretó correctamente esta relación especular entre el mundo social determinante y el mundo político determinado. Pero esta relación cambió por completo de sentido cuando se «instauró» el Estado de partidos sobre las ruinas humeantes del Estado de partido. Así como la teoría marxista de la revolución se inspiró en la manera burguesa de derrocar al feudalismo, el golpe de mano del Estado de partidos está inspirado en la manera fascista de acabar con el Estado representativo. Desde entonces, en lugar de procurar la difícil tarea de conquistar políticamente la sociedad para representarla en el Estado, los partidos resucitados del totalitarismo acometen la fácil empresa de instalarse juntos en el Estado para ser plebiscitados, y no elegidos, por la sociedad. La consecuencia es obvia. Las causas del triunfo electoral del felipismo no son endógenas a la sociedad civil. Pertenecen a la patología del Estado, a una sociedad política que necesita, para entretener su insensibilidad moral, el edulcorado tranquilizante del plebiscito electoral. La depresión postelectoral no proviene pues del carácter exigente de unas personas puritanas, sino del afán de independencia de la conciencia social ante una tiranía moral que la oprime, sin razón histórica, desde la anacrónica sociedad política del Estado de partidos.

EL MUNDO 11/06/1993


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