Claro

Oscuro

No creo que ningún misterioso espíritu del pueblo español determine la historia de sus acontecimientos nacionales. Pero alguna causa perdurable debe estar reproduciendo el constante fenómeno de que la conciencia española de la realidad pública, además de su inevitable deformación ideológica, sea siempre una consciencia ilusa. Este rasgo infantil de España, contrastable en toda su historia moderna, se ilustra hoy con el rechazo del realismo de dos episodios racionales. El del ministro de Economía que nos recuerda la precariedad de las pensiones estatales, y el del magistrado que nos alerta sobre las causas de la corrupción. La reacción pública ha sido, en ambos casos, la misma. Más cómica que dramática, su dimensión anecdótica se apoya en una inmunidad social que permite llamar imprudentes a quienes, desde el Estado y con parsimonioso retraso, denuncian una realidad incontestable que conocen bien por su oficio. Pero el mal de España no está en esos grotescos síntomas que alimentan la literatura esperpéntica, sino en la médula cultural que inmuniza a la sociedad de tantas y tan burdas sinrazones de la vida pública.

Siempre he considerado superficiales, y por ello no del todo falsas, las explicaciones basadas en el tópico de las dos Españas. Porque se trata de un mal que opera en un sustrato más profundo que aquel donde se elaboran los tipos, tradicionales o modernos, de la conciencia ideológica. La falta de sentido de la realidad, la inconsciencia de España es un fenómeno común a la derecha y a la izquierda, al país oficial y al real, a la sociedad política y a la civil. Sólo lo privado se salva de la inconsciencia general de lo público. Cuando los españoles, sean de Puerto Urraco o de la Institución Libre de Enseñanza, salen de la esfera doméstica de sus dominios para actuar en la de los intereses colectivos, se vuelven ciegos y sordos a la realidad de las relaciones de poder. Y, empujados por pasiones opuestas de inseguridad y tranquilidad, abrazan los temores y esperanzas que ponen en el Estado, como los niños se aferran, sin reflexión ni crítica, a las amenazas y promesas de sus padres. Si mirásemos a la política con los criterios de que nos valemos para orientar nuestras profesiones y pasiones, la veríamos como una actividad reservada a retrasados mentales, aún sabiendo que el poder se disputa en ella sin moralidad. No puede haber talento político en un país que suprime o reprime la consciencia de la realidad.

Lo peor en la reacción a las declaraciones del ministro no ha estado en el juicio de imprudencia, que lo condena por decir la verdad con antelación suficiente para que se ataje el riesgo que entrañaría la prolongación de la realidad actual. Lo peor es la exigencia de rectificación que han dirigido al Gobierno todos los medios políticos y culturales. A una clase dirigente de tal inconsciencia responde con adecuación un jefe más inconsciente todavía. ¿Me pedís que garantice la solvencia del Estado para pagar las pensiones públicas en el año 2025? Pues bien, «yo lo garantizo». Nadie le pregunta cómo y con qué. Pero las aguas de la tranquilidad vuelven a su cauce. Esa necesidad de vivir la vida colectiva en plena inconsciencia de la realidad, también se pone de manifiesto en la reacción contra el magistrado. A quién se le reprocha que vea la corrupción como un producto general de causas políticas particulares (ley electoral, falta de control del poder ejecutivo, ley de financiación, falta de democracia en la vida de los partidos, etc.) y no como puro vicio irremediable en personas aisladas. El absurdo mental de esta crítica es tan imponente que puede inducirnos a ver, en la España ilusa, una inconsciente evasión de la clase dirigente del horror que le produciría el acceso a la consciencia de su propia inmoralidad. Fácil diagnóstico que ocultaría, sin embargo, la causa material de la cultura que reproduce la inconsciencia de España.

EL MUNDO. LUNES 7 DE MARZO DE 1994


Blog de Antonio García-Trevijano

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