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No son colaterales los efectos directos de una bomba. Sea la de un terrorista o la de una acción bélica. Del mismo modo que no disculpamos la muerte de personas que el azar puso al alcance de un atentado terrorista dirigido contra otro objetivo, tampoco deben disculparse las víctimas civiles de una represalia militar. El hecho de que no sean deseables para el que las causa no quiere decir que sean productos mortíferos del azar o del error. Los «efectos colaterales» están contemplados, previstos, calculados, asumidos y queridos, en tanto que consecuencias inseparables de las perseguidas de modo principal o prioritario. Los efectos no deseados de acciones conscientes y voluntarias son intencionales, aunque no sean intencionados. La tendencia a un resultado, y en eso consiste la intención, no la determina el ánimo de la gente, si no la naturaleza objetiva de la obra ejecutada o de la acción emprendida. Es el tema central de la ética de la responsabilidad y la base jurídica del homicidio por imprudencia.

El conductor que circula por la autopista en la dirección contraria no causa muertes intencionadas, pero sí intencionales. La matanza de niños, mujeres y ancianos no está en la intención subjetiva o propósito de quien decide la represalia militar, pero sí en la intencionalidad objetiva de la cosa empleada o la acción ejecutada. A la preferencia por alcanzar objetivos militares no le repugna la matanza de inocentes ni la destrucción de bienes civiles. Cuando se dice, como justificación moral de los efectos colaterales, que «la guerra es la guerra», se está afirmando que quien desea o defiende la guerra desea y defiende la matanza de inocentes. En este axioma lógico no caben las confusiones morales en que habitualmente se apoyan las falsas buenas conciencias.

Hasta tal punto es decisiva la intencionalidad del acto y la intención del objeto intencional que dos de los más grandes filósofos modernos, Brentano y Husserl, hicieron de esta cuestión el epicentro de sus investigaciones lógicas y sicológicas. No hay efectos colaterales en la intencionalidad de las acciones. Lo que es colateral para los agentes de ellas, lo que no entra en sus «buenas intenciones», cae de lleno en el núcleo intencional de las obras que empedran el camino del infierno. Lo decía Ovidio: Veo lo mejor, pero me inclino a lo peor. Y nada hay peor que ver la inocencia de las víctimas sacrificadas al poder de Alá, o querer que la justicia repare ante la sociedad mundial ese injusto holocausto, y responder a la matanza de inocentes con el sacrificio de más inocentes a otro dios, que no puede ser más que el de la venganza. Hasta el momento, al terrorismo vindicativo del fanatismo islámico se le ha respondido con represalias vindicativas, que sólo pueden satisfacer a la fanática soberbia de poder de la civilización universal herida.

Lo que no había conseguido la razón de la paz mundial entre las naciones, lo que parece no estar al alcance de la aspiración cultural de los pueblos a un más justo orden del mundo, lo está suplantando el efecto colateral del terrorismo islámico: imponer a todo el orbe el orden uniforme de la civilización occidental.

El 11 de septiembre ha operado milagros de contagio cultural que parecían inverosímiles. No hablo de las conversiones a la nueva fe en un sólo dios del mercado, que la necesidad económica de los bloques comunistas había producido, si no del efecto «Ben Laden», que ha reducido a polvo de biblioteca la trágica historia del siglo XX. Por Ben Laden, Rusia y China devienen tributarias del cetro occidental. Alemania y Francia dan despreciativamente la espalda a la UEE para hacer carantoñas al chambelán inglés del emperador planetario. Putin hace de Rasputín del nuevo zar. Zemín lo reviste de casacón oriental, con ironía china en la vestidura, para disfrazarlo en la investidura del nuevo mandarinato.

LA RAZÓN. LUNES 22 DE OCTUBRE DE 2001

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