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Para la naturaleza de los sistemas políticos es tan decisiva la teoría incorporada a la ley constitucional, como la práctica que la traduce en experiencia. Las dos ideas matrices de la Ruptura, la teoría de la democracia y la acción para construirla en la Sociedad, antes de constituirla en el Estado, eran inseparables. El poder reformista, a causa de sus orígenes dictatoriales o clandestinos, no era de carácter democrático y, por seguir el modelo teórico del Estado de partidos, constituyó una oligarquía.

La letra de la Constitución no responde a los tres principios de la democracia: separación de poderes, directa elección popular del Poder Ejecutivo y del Legislativo, y efectiva representación de los electores. Y lo constituido corresponde a la teoría de la oligarquía de partidos en un oligopolio de poder estatal. Con ingenuidad, Izquierda Unida cree que la ficción de considerar a este sistema «como si» fuera la democracia, que es la finalidad de su propaganda ideológica, permite acercar la práctica política de la Transición al espíritu de la democracia. Esta ilusión nace de la confusión cultural, introducida por G. Lukacs y dignificada por Von Mises, entre práctica y «praxis» o «praxis» y acción.

Sin libertad de creación, la práctica política exagera -por medio de reglas de experiencia de grupo que pueden ser violadas sin sanción moral o jurídica-, el rasgo dominante en la teoría del poder que aplica. En todo sistema ideológico, la práctica siempre es más papista que el papa. Las reglas prácticas no se separan de la teoría para criticarla, evitando sus rigideces o colmando sus imprevisiones, sino para sobrepasarla o trascenderla en lo que tiene de más característico.

La práctica política no acrece la eficacia de la acción, como en la práctica laboral. Más bien tiende a disminuirla. Su misión es crear inercias o rutinas que aseguren el orden teórico del sistema que desarrolla. La práctica del poder en la escala jerárquica no contradice, sino que aumenta a medida que desciende, los defectos teóricos del sistema. La práctica es más tiránica, discriminatoria y demagógica que las teorías de la Dictadura o la Oligarquía que somete a experiencia. Quien participa en la práctica de una teoría política, sea con ánimo abusivo o regeneracionista, al degenerarla como principio teórico de la acción, la está en realidad defendiendo. La reforma desde dentro desconoce esta ley de la experiencia.

Entendida como algo distinto de la acción, pues de otro modo sobraría la palabra en los idiomas vivos, la «praxis» es otra cosa de mayor trascendencia para la teoría. Pues no puede existir donde no hay una acción creadora, es decir, libertad de acción. En su origen, la «praxis» no designaba cualquier acción, sino la que llevaba a cabo algo. Especialmente, de sentido moral. En la terminología marxista, tampoco es un sinónimo de acción. Sólo se refiere al conjunto de acciones dotadas de propia razón, capaces de fundar y fundir la teoría en esa «razón dialéctica» de las cosas sociales. La Ruptura era una «praxis» de la sociedad civil. La Reforma, una práctica del Estado. Aunque el marxismo sea una «filosofía de la praxis» (Gramsci), no ha podido dar fundamento a una teoría normativa de la acción que sustituyera a la ética. El propio inventor de la «praxiología», que no fue Von Mises sino el polaco Kotarbinski, dijo que su ciencia de la acción eficaz, las «proposiciones praxiológicas» para aumentar la eficiencia y los «valores praxiológicos», eran instrumentos de la propaganda del sistema socialista. En este sentido, también la práctica política y cultural en España obedece a una regla de propaganda: hacer que parezca democrático lo que, en forma y sustancia, es oligárquico. La práctica democrática de una teoría oligárquica es imposible.

LA RAZÓN, LUNES 23 DE OCTUBRE DE 2000


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