Claro
Oscuro
En Afganistán se sitúan las primeras noticias arqueológicas y lingüísticas de las migraciones arias que se establecieron en Irán o que, atravesando Anatolia, poblaron el Cáucaso y Europa. Como todos los pueblos situados en istmos geográficos de tráfico histórico entre poblaciones invasoras o civilizaciones potentes, los afganos no pudieron nacionalizar sus organizaciones tribales y fueron pasto de las invasiones migratorias procedentes del Este y de las ambiciones imperialistas de civilizaciones del Oeste que se asomaron o traspasaron al Indus. Sin contar las grandes mareas transeúntes, a los siglos de dominación persa (Irán), siguieron los tres de helenización macedónica-seleúcide (Siria), los tres de romanización bizantina, los de mulsumanización del califato árabe y los de otomanización del sultanato turco. Y oportunamente se fraguó la leyenda colonialista (anglo-rusa) de que las tribus afganas eran invencibles. Leyenda que demuestra su contradictoria falacia al connotarse con la derrotista costumbre de pasarse, los señores de la guerra, al bando vencedor.
Aunque no estoy familiarizado con la historia moderna del pueblo afgano, me basta conocer la de su arte estatuario clásico para saber que su visión del mundo, su idea de la vida colectiva no es conquistar territorios o guerrear con vecinos, sino quedar en su tierra natal, sobrevivir a todas las catástrofes culturales a que le destina su situación geográfica. La mera existencia del Afganistán actual no se justificaría sin reconocer en sus pobres habitantes un don espiritual, como el de los suizos, que pocos pueblos pequeños han demostrado tener. No precisamente la virtud de adaptarse al modo de vida de las culturas extranjeras que los dominaron, ni tampoco la de permanecer numantinamente encerrados en sus virginales creencias, pero sí la capacidad de fundir, en una síntesis cultural propia, los elementos contrarios de las civilizaciones limítrofes que se enfrentan en su suelo.
Sin la oposición germano-latina, Suiza no tendría sentido. Desde el Gran Alejandro a Stalin, Afganistán ha sido el pasillo de Occidente al continente asiático y al Golfo Pérsico, y lugar de encuentro frontal con Oriente. Ruta de la seda o de petróleo caspio; feudalizada o sovietizada; budista o islámica; wahhabista o salafita; la sociedad afgana no podrá sobrevivir sin integrar elementos apolíneos universales en su fundamentalismo ético, al modo como realizó la maravillosa síntesis greco-hindú, a fines de la dinastía del macedonio Seleucos, con la primera iconografía de Buda, esculpida en los valles de Kabul con cara y rizos de Apolo. Una imagen en piedras blancas o pizarras que revolucionó, con su sereno misterio, el grosero barroquismo policromado de la escultura mitológica india, y que luego inspiró la aristocrática elegancia de los dorados bronces tailandeses del siglo XV.
El régimen talibán ha dado el paso atrás que toda síntesis cultural sincera necesita para saltar hacia el progreso material que sólo la libertad procura. El paso fundamentalista de Lutero y Calvino, la vuelta a la letra del Libro Sagrado, como antídoto a la corrupción de los dogmas romanos, habría sido retrógrado y puritano si no lo hubiera acompañado el salto espiritual a la libertad individual de lectura e interpretación. De esta libertad personal nació la democracia en la gerencia de las comunidades protestantes que emigraron a Nueva Inglaterra. Del mismo modo, el Corán no será guía de vida cotidiana o de salvación personal, como tampoco la Imitación de Mahoma, si los eclesiásticos con poder de gobernar se reservan la exclusiva de interpretarlos. Sin recluirlo en la mística, el orden salafita, como la Imitación de Cristo, deviene reaccionarismo político.
LA RAZÓN. JUEVES 8 DE NOVIEMBRE DE 2001