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Salvo en Turquía, el mundo musulmán no tiene una filosofía política independiente de la teología. El Corán es una conciencia y una bandera. Esto hace muy difícil la comprensión del sentido de los acontecimientos en esos países. Los entendemos equivocada o confusamente a causa de hábitos mentales que ellos no tienen. Para acercarnos a su propia visión, tendríamos que situarnos en la perspectiva de los súbditos del viejo Estado Vaticano, cuando el Papa, además de representar a Dios y vicariar a Cristo, era el soberano político. Una situación que duró hasta que el tratado de Letrán lo restringió a la Ciudad del Vaticano en 1929. Aquel estado teocrático y papal era lo más parecido en Occidente a la teoría y la práctica del califato o del imanato. Las actuales monarquías y emiratos árabes concebidos como reinos soberanos, suponen una degeneración de la soberanía, exclusiva de Alá.

A finales del siglo XVIII, el filósofo Mohamed Ibn Abd al Wahhàb actualizó la doctrina clásica de Ibn Taimiyya, sobre la negación de la obligatoriedad del califato y la suficiencia del respeto a la ley islámica (sahri a), para legitimar la soberanía de la Casa de Saud. El oportunismo teológico de esta teoría hizo del «wahhàbismo» el dogma oficial en Arabia Saudí y el pretexto de que se valieron sus príncipes para acatar el orden colonial.

La oposición a la corrupción del Islam colonizado comenzó con Afghani y el gran mufti de Egipto, Mohamed Abdu. Estos dos admiradores de Lutero propusieron la reforma de la «sahri a» en una línea modernista, que culminaría Rashid Rida en el primer tercio del siglo XX. La nueva idea de la soberanía popular se enmarcó, con arreglo a preceptos de la jurisprudencia casuística, en el ámbito del consejo eclesiástico o la consulta («shura»). Ha supuesto una catástrofe cultural que estos reformistas no se basaran en la concepción averroísta del «propósito» de la ley («maqásid al-shari a») para asimilarla a la idea protestante del derecho natural y hacer realidad la «doble verdad» de la razón y la fe.

Resulta irónico que el cordobés Averróes influyera tanto en el Renacimiento italiano y casi nada en el reformismo moderno de la ley islámica.

El fracaso de las corrientes modernistas en la regeneración del dogma y del consenso musulmán dejó el campo libre, como única vía de salvación, a la emulación popular («salafiyya») de Mahoma cuando voló desde la Meca a Medina («hijra») para alejarse de la sociedad corrupta. La teoría salafita considera que, fuera de la «hijra», la sociedad está corrompida y sumisa ante la impiedad de sus gobernantes occidentalizados. El remedio lo pone en una sublevación popular y militar que asiente el sistema político en la imitación de los paradigmas piadosos de los seguidores del Profeta.

Jomeini fundamentó en la soberanía de Alá el corolario de que la vizrregencia del mundo corresponde a los eclesiásticos, representado por una persona (Irán) o un colegio (Afganistán).

La función del poder político consiste en supervisar y controlar el establecimiento de un orden salafita. Las consecuencias de esta concepción despótica del shiismo están siendo combatidas por la tendencia radical y modernista de Abol Hassa Bani Sadr, basada en la generalización del imanato, o sea, en la extensión a todo individuo de la capacidad de ejercer el juicio y comportarse como un eclesiástico piadoso.

Aquí se reconcilia la doble verdad de Averróes: La letra de la shari a (dogma) es adecuada por todos a su propósito racional. La verdad percibida por la masa no puede contradecir la deducida por los eclesiásticos. Ben Laden adquiere la dimensión de héroe popular del Islam porque encarna el símbolo de esta síntesis heterodoxa.

LA RAZÓN. LUNES 5 DE NOVIEMBRE DE 2001

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