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Parece evidente que la crisis cultural y política ha entrado en una nueva fase. El consenso ha terminado. Se ha secado la fuente que, desde finales del 76, no ha cesado de comunicar falsedad al pensamiento social. El choque del falso espíritu de la transición con las duras evidencias de la realidad, ha creado una opinión descreída y escéptica que, no obstante, sigue en la estela de la oportunista generación del cambio, sin abrir horizontes de grato porvenir para las siguientes. El turbio consenso, ese producto cultural del miedo a la libertad y del afán de reparto entre élites inseguras de sí mismas, fue la fuerza constituyente de la transición. Mientras manó la fuente de la falsedad, la verdad tuvo que fajarse con la mentira oficial, por caminos solitarios, pugnando contra la confusión en las ideas y valores. Acabado el consenso, la confusión tiene carácter residual y rutinario. Aún hay que combatirla. Pero ha dejado de ser el obstáculo principal para la formación de una opinión pública libre. La corrupción generalizada no deja lugar a las confusiones de buena fe.   Ahora, el problema es otro. El nuevo peligro, contra la legítima esperanza de conseguir a corto plazo el acceso a la democracia política, está en la creencia ilusa de que un cambio de personal en el gobierno será suficiente por sí mismo, o acompañado de la reforma electoral, para normalizar la situación. Tal vez sea inevitable pasar el amargo trago de una nueva decepción. Pero la probidad y la inteligencia previsora exigen plantear la cuestión antes de que suceda. El PP no tiene energía moral, conocimiento intelectual, ni voluntad política para transformar la oligarquía de partidos estatales -que es la auténtica realidad de esta forma de poder llamada Monarquía Parlamentaria- en una democracia. Y sin esta transformación, su fracaso será tan dramático como el del PSOE. No sólo se regenerará la corrupción y la incompetencia en los nuevos gobernantes, sino que se acentuará el conflicto con los nacionalismos periféricos y con la clase obrera. Es más, los mismos medios de comunicación y los mismos periodistas que han aupado al Sr. Aznar, por ser el modo más rápido de zafarse del felipismo, serán los primeros en no darle cuartel, como empieza a vislumbrarse en la crítica a los primeros síntomas conservadores de la situación en la Autonomía de Madrid.   A un nuevo problema corresponde un nuevo tratamiento. Durante la fase del consenso, lo más eficaz para combatir la confusión era la crítica destructiva, racional y moral, del sistema. Ahora, para vencer al escepticismo de los que saben lo que pasa, pero no creen posible remediarlo, lo prioritario es construir. Hacer saber que existe una alternativa democrática a la oligarquía de partidos estatales. Porque sólo destruye quien construye. Para desear la democracia política lo primero que se necesita es saber que no se tiene y que es posible conseguirla. Esa es la función de la incipiente opinión pública democrática. Nada ni nadie podrá impedirlo si se llega al convencimiento de que la libertad de los gobernados y la decencia de los gobernantes sólo dependen, en este momento de mitigación de la lucha de clases, de una especial disposición de equilibrio y mutua vigilancia entre los distintos y separados poderes del Estado. Las Constituciones sólo se reforman, como los edificios, si sus cimientos y muros maestros han de seguir respondiendo al fin para el que fueron diseñados. A nadie sensato se le ocurriría reformar una casa concebida para unas pocas familias (oligarquía), con el propósito de albergar en ella a todo un pueblo (democracia), sin revisar la estructura de la edificación. Las reformas llevarán al caos si no obedecen a un plan sistemático de revisión democrática de la Constitución. Los reformistas puntuales, es decir, los perfeccionistas de la oligarquía, pese a su mayor apertura mental, son más imprudentes e incoherentes que los inmovilistas.   Artículo publicado en El Mundo el 17/7/1995

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