Claro
Oscuro
El terrorismo provoca reacciones y no convoca acciones. Por eso constituye, sin excepción, un modo de acción política reaccionaria. Ninguna causa progresista procurada mediante el terror ha podido impedir que su efecto social y político sea siempre regresista. Lo que está sucediendo en todo el mundo después del 11 de septiembre no sólo era previsible, sino indefectible. El terror no introduce en la sociedad procesos dialécticos que operen sobre sus causas genéticas, para superarlas, sino puras mecánicas de represión sobre libertades y derechos fundamentales que alteran en sentido conservador las nociones mismas de orden público, justicia, libertad y seguridad. El terrorista es hijo de la dictadura y padre de la reacción.
Acabada la vigencia gubernamental de las ideologías de progreso social, sin miedo al comunismo, el terrorismo se ha consagrado como única fuente de legitimación del poder incontrolado de los gobiernos. El antiterrorismo ha dejado de ser una mera función policial y se ha convertido en la nueva ideología universal de todos los tipos de poder estatal. China, Japón, Rusia y la UEE estrechan la mano de Estados Unidos en este terreno. Al atacar al Imperio, el terrorismo se ha hecho enemigo común de todos los Estados. De ahí que los gobiernos proclamen que todos los terrorismos son iguales. No porque utilicen los mismos medios terroríficos, pero sí porque rivalizan con el monopolio legal de la violencia del Estado, bien sea para dotarse de un nuevo Estado uninacional, más restringido (separatismo), o para integrase en una entidad estatal de unidad nacional más amplia (unionismo).
El terrorismo es una forma violenta de expresar la impotencia de la idea nacionalista que lo inspira. No conoce ni aprecia los largos procesos históricos que determinan el triunfo y el fracaso de las unidades nacionales. Minimiza el valor de persuasión de las ideas políticas. Sublima el poder de la voluntad de dominio por la fuerza del terror. Subordina y envilece la función de la inteligencia social de la historia por medio de la cultura. De este modo autista, el terrorista no sabe dónde está, a dónde va, ni de dónde procede. Necesita la clandestinidad no tanto porque sea coyunturalmente ilegal, cuando no hay libertad de expresión y de asociación, sino porque es vitalmente insociable fuera de su propio ámbito sectario. Amputa vidas y recursos ajenos sin inmutarse, porque previamente ha amputado las nociones de comunidad histórica y sociedad estatal, el ámbito que le da personalidad política, de su propia visión étnica o religiosa del mundo inmediato.
El terrorista simplifica el análisis de la situación social en que se encuentra. Todo lo reduce a cuestión de fuerza de voluntad propia, sin carácter moral, y resistencia material ajena. Y opera sobre la sociedad al modo como el hombre lo hace sobre la Naturaleza. Lo ilegal no pone en juego la moralidad de sus actuaciones. Abate vidas humanas y destruye bienes colectivos con la tranquilidad de conciencia, y la astucia miope, del leñador o cazador furtivos que diezman árboles o reses sin miramiento al porvenir del bosque o la manada.
El terrorismo y la guerra son fenómenos políticos que expresan el carácter violento de las ambiciones de poder. Pero no tienen la misma naturaleza. El soldado sigue siendo, por su condición estatal, un animal político y está sujeto a las leyes de la guerra. El terrorista, por su visión preestatal del mundo, se despoja del adjetivo aristotélico y no acata más leyes que las instintivas de la delincuencia sectaria. No es un delincuente común a causa de sus fines. No es un delincuente político, como el corrupto, a causa de sus medios. Tiene el fanatismo de la mística, la religión de la mafia y el talento de un depredador nocturno al mediodía. El terrorista es digno de compasión intelectual y de condena moral. Su propia torpeza lo aniquila como ser social. Su falso heroísmo lo sacrifica como ser individual. Su desprecio de la vida ajena lo enajena como ser humano.
LA RAZÓN. JUEVES 13 DE DICIEMBRE DE 2001