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El mito más chocante en el Relato Oficial de la Transición es el del “harakiri franquista”: los jóvenes se imaginan el pelotón suicida de “La vida de Brian”, y se descojonan.

Si se suicidaron, o eran tontos (y nadie quiere venir de un tonto) o eran generosos (y entonces no eran malos). Pero si no eran malos, ¿cómo podían ser franquistas? He aquí el dilema psicológico que empantana a los profesionales de la Transición.

Tocqueville (¡tirad vuestro Ónega y coged vuestro Tocqueville!) explicó el mito del “harakiri político” en “El Antiguo Régimen y la Revolución”: los representantes del primero pusieron en marcha el proceso que los aniquiló, aunque los representantes de la segunda fueron tan insensatos que no sólo no rompieron con el Antiguo Régimen, sino que lo prolongaron.

En España, la codicia de los que llegaban se ajustó como un guante Varadé a la generosidad de los que estaban, a cuyo miedo se le llamó moderación.

Encuentro por todas partes a esas gentes moderadas que querrían que los pasos hacia la verdad se dieran de uno en uno –anota el abate Sieyes–. Dudo que sepan lo que dicen. Confunden el paso del administrador con el del filósofo. El primero avanza como puede; si no se sale del camino, todo son elogios. Pero ese camino debe ser trazado hasta el final por el filósofo.

El 1977 español vino a ser el 1830 francés: el triunfo definitivo y completo de la clase media, ese invento franquista. En palabras de Tocqueville, poderes, privilegios y prerrogativas se encontraron encerrados y amontonados en los estrechos límites de aquella clase, que, además de ser la única dirigente de la sociedad, se convirtió en su arrendataria: se colocó en todos los cargos, aumentó prodigiosamente el número de estos y se acostumbró a vivir casi tanto del Tesoro público como de su propia industria. Hasta que llegó el 48, con los curas jurando haber encontrado en el Evangelio el dogma de la igualdad.

Y entonces a todo el mundo le dio por descender de un palurdo.

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