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Abordar la situación política, y especialmente en el caso de la sociedad española, desde una perspectiva psiquiátrica o que atienda al conocimiento existente de la psique humana, es casi un asunto imperativo, y una materia de estudio y análisis que complementa y mejora la comprensión de los aspectos formales y jurídicos que la sustentan. Si bien es cierto que el análisis formal de lo político permite la mejor comprensión y conceptualización de la arquitectura institucional y su funcionamiento, abordar el asunto y la materia (humana en este caso) que la compone, desde una perspectiva psiquiátrica, permite, a través de los efectos, desarrollar lo que en términos técnicos o tecnológicos, se conoce como “ingeniería inversa”.

De este modo, pretendo adoptar en este artículo esta perspectiva, y trataré de utilizar una suerte de ingeniería social inversa, para desentrañar, aunque sea de forma sintética, el efecto producido en la psique humana, por la arquitectura política y la configuración de las relaciones de poder establecido en nuestro país.

En España, tras 40 años de dictadura autoritaria, es normal que la sociedad civil, la clase gobernada, se hubiese acomodado en una posición servil y sumisa que permitía una supervivencia subsidiada al abrigo del Estado y que, finalmente, llegaba a concebir a la estructura de poder, por la fuerza de la costumbre y la indefensión aprendida, como algo paternal y benefactor. Es por eso que, a la muerte del dictador militar, la deficiente formación de los españoles en los asuntos de la polis, y por lo tanto, del espacio de lo público, era una consecuencia lógica de no haber intervenido o haberse formado en esa necesidad de cualquier colectivo humano desarrollado y que aún mantiene las bondades de la civilización. En aquellas circunstancias, no fue demasiado complicado para una parte reducida de la sociedad, para un puñado de personas, los más oportunistas y hambrientos de poder, aprovecharse de la situación política eventual y así, abrazando los preceptos del régimen cesante, integrarse en el Estado y participar, junto a los herederos naturales del poder conquistado por el general Franco en la guerra civil, en el reparto del botín y de las empresas públicas, y sustituir la dictadura, a través de una reforma, por un régimen de partidos estatales, es decir, esencialmente, una oligarquía o Estado de los partidos (algo vulgarmente conocido como “partidocracia”). Cómo bien expresa Antonio García-Trevijano, “el terror de los herederos de Franco a la revancha, se vio únicamente superado por el ansia de los vencidos para ocupar cargos y disfrutar de prebendas en el poder”.

Esta metamorfosis (como la define también el filósofo español, recientemente fallecido, Gustavo Bueno) y continuidad de las mismas instituciones y estructuras ya establecidas, sin que hubiese una verdadera ruptura y por lo tanto una liberación de la sociedad y la clase gobernada, puede asemejarse perfectamente a lo que en psiquiatría se conoce como “matar al padre” y que en el caso de la sociedad española, aún no se ha producido. Una expresión metafórica que fue expuesta y desarrollada profusamente por Sigmund Freud en su obra, a través del mito de Edipo, tomado de Sófocles y también mediante el mito del Urvater (el padre originario y antepasado), y la construcción mítica sobre la muerte de Moisés, a partir del texto de Oseas. La recurrencia freudiana al mito, para dar cuenta de la función del padre, tanto a nivel del sujeto como de la masa, es algo perfectamente bien conocido por los especialistas de la psicología y la psiquiatría, y permite analizar lo que yo defino aquí como una psicopatología social en España.

Los efectos que esta situación produce son percibidos, sin duda, por numerosos especialistas en nuestro país, pero pocos o ninguno conocen o comprenden su origen profundo y sus causas, puesto que no lo relacionan con la política, es decir, con la lucha de los individuos por alcanzar el poder. La configuración del poder establecido sume a la sociedad civil en un permanente estatus de adolescencia, sin la conciencia de responsabilidad en sus acciones, y es además agravado por verse ésta sometida a los efectos perversos y adversos del consenso político, que constriñe o acota el pensamiento en las masas, de un modo que pasa completamente inadvertido, para la inmensa mayoría de los individuos.

El primer efecto, inmediato y obvio, es el de que las personas desarrollen una serie de sentimientos de identificación, es decir, de carácter identitario, hacia quienes ya tienen el poder y lo exhiben a través de los medios de masas. Medios que se encuentran, todos sin excepción, bajo el control de un establecimiento simbiótico en su existencia con el propio Estado que los cobija. Y este sentimiento que resulta de la ausencia total de representación política de la sociedad civil, es decir, de que en lugar de ciudadanos lo que existen de facto sean súbditos, permite paliar la frustración e impotencia ante los hechos que se desarrollan en el espacio de lo público y en los cuales no intervienen las personas gobernadas. Individuos condenados al ostracismo político y que adoptan una conducta muy similar a la que se da entre los adolescentes, cuando buscan modelos y ejemplo de vida en sus grupos musicales, artistas o ídolos favoritos.

La diferencia estriba en que, mientras que en el fenómeno de fans, tan habitual entre los púberes, esto se produce de forma natural e involuntaria, y es superado con el tránsito a la edad adulta, en el caso de la identificación que sufren la mayoría de los españoles hacia los partidos del Estado, es algo de índole artificial y creado por el propio poder establecido que se vale de ello para sustentarse. Los éxitos, que las personas que forman parte de la sociedad política estatal, no han podido lograr de un modo natural y por sus méritos propios, son fabricados artificialmente mediante la existencia de privilegios de clase que se derivan, de forma lógica, de una estructura de poder, vertical y autoritaria, que continúa funcionando exactamente igual que durante la dictadura. Toda la fama de personajes como Pablo Iglesias, Felipe González, Santiago Abascal, Aznar, Esperanza Aguirre, Albert Rivera o Julio Anguita ha sido producida por y para el Estado, sin el concurso de la sociedad civil, siendo por tanto, no líderes naturales y espontáneos, sino el resultado de un régimen de poder, ya constituido desde el final de la última guerra civil y que se sostiene gracias a la inevitable corrupción que se deriva de la existencia de un consenso político de la oligarquía.

En esta situación, las personas desarrollan una especie de síndrome de Estocolmo, en donde terminan abrazando, e incluso justificando y defendiendo, a sus propios secuestradores. La ignorancia en materia política, la apatía y el aburrimiento, el hastío y la falta de objetivos propios, la absoluta amputación mental que produce el consenso político, la renuncia expresa a realizar proyectos de carácter innovador (porque son sistemáticamente aplastados por el aparato del Estado y sus empresas simbiontes del IBEX35), llevan al resultado que observamos y que acompaña a la descomposición inevitable de un régimen únicamente sostenible gracias a la desbordante corrupción. Graves deficiencias, de carácter identitario, y que al tratar de resolverse sin transgredir los límites marcados por el consenso socialdemócrata, no encuentran solución. Cuestiones de vital importancia para el desarrollo sano de cualquier sociedad, como son la libre asunción de los aspectos culturales y morales, la conciencia identitaria que permite la individualización en la comunidad humana determinada por la historia y que llamamos España, son anuladas y sometidas al consenso de un grupo de personas que monopolizan el poder político y que tratando desesperadamente de perpetuarse, destruyen la propia base que permite su existencia. No entraré ahora en detalles, y tampoco es necesario en este artículo, acerca del absoluto destrozo cultural que ha supuesto la estatalización de la sociedad, o en explicar los entresijos aberrantes de la creación, en 1977, de un Ministerio de Cultura que permite dominar a las masas a través de la imposición artificial de costumbres y disvalores, pero basta señalar esta causa, entre otras, para que cualquier lector, medianamente inteligente, saque sus propias conclusiones.

Por lo tanto, y según lo expuesto hasta ahora en este somero análisis, es sencillo extraer las conclusiones, que dejo como materia para la reflexión de los lectores, que se derivan de todos estos hechos. La unidad de poder que domina el Estado y que, como consecuencia, domeña a la sociedad civil, el consenso político entre un grupo de jefes de partidos a los que los súbditos españoles no pueden deponer ni elegir, además de condicionar de forma aberrante la vida de millones de personas en España, impide el propio desarrollo intelectual que, aquellos que presumen de ejercitarlo como si fuese la profesión de los pedantes, pretenden exhibir de forma recreativa en las publicaciones divulgativas de las universidades, y en los medios de comunicación. Todos ellos saben bien, de una forma u otra, sea consciente o inconsciente, que si abandonan los límites del consenso y no acatan el dictado de lo políticamente correcto, serán condenados al destierro intelectual y a la pérdida consecuente de su fama y estatus social.

En España, decir la verdad, es algo que está literalmente prohibido y el emperador está desnudo, todo el mundo lo ve y nadie lo dice.

Y ahora corran, corran todos a votar…

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